Generalmente, muchos de los lugares visitados por vez primera, los grandes libros que una vez leímos, las hermosas canciones que un día escuchamos, las memorables películas que vimos, suelen dejar en nosotros huellas imborrables en forma de imágenes que nos acompañan y que acaban conformando una cosmogonía personal muy particular por el poder de evocación que tienen al asirse a nuestra memoria y quedar adheridas a nuestra piel. Y casi siempre sucede que una segunda visita, un segundo encuentro, una relectura, nos permiten encontrar allí matices que antes no vimos y concluimos engrandeciendo aún más ese lugar, ese libro, esa canción, esa película, esa experiencia.
Sin embargo, sucede también a veces, pocas ciertamente, pero en algunas ocasiones ocurre justo lo contrario. Sin saber cómo, una cierta decepción nos acaba asaltando cuando los revisitamos. Quedamos como paralizados, extrañados, sin fuerzas para seguir caminando y, sobre todo, desconcertados porque descubrimos que parte de aquella magia se ha evaporado, quizás porque solo estaba en nuestro recuerdo y tenía algo de espuma fantasmagórica, quizás porque los sitios importan, sí, pero también lo hace el momento y la situación personal en que tenemos esos reencuentros.
Recuerdo que teniendo unos 13 o 14 años, tiempo en el que andaba uno, como tantos en aquella época, entre sotanas de frailes y todo lo que eso significaba, visité un día el Santuario de Tíscar en Jaén. Iba acompañado de uno de aquellos frailes, un instructor y creo recordar tres o cuatro amigos más de mi misma edad. Era, o debía ser, recuerdo bien, un domingo lluvioso, y primavera más bien por el color del paisaje y el olor a húmedo que aquella feliz excursión dejaron en mi mente largo tiempo. Durante años mantuve una imagen idílica de los parajes de alrededor del lugar, incluso si cerraba los ojos casi podía oler la hierba de sus valles, dibujar con la imaginación hermosas postales de sus sierras, evocar sus sendas.
Había en aquel recuerdo como un trozo de paraíso varado en mi recuerdo y era tan fuerte aquel poso que uno de los primeros viajes que pude hacer con mochila y mediante autostop fue precisamente para redescubrir aquel trozo de paraíso olvidado y poder, de alguna forma –eso nunca se lo dije así a quienes me acompañaban en aquel segundo viaje–, mostrárselo a mis amigos. Tan grande era la atracción de aquel trozo de memoria anclado en el tiempo como fue la decepción y el desconcierto que produjo en mi aquella segunda visita. Nada de lo imaginado parecía real. La tierra estaba árida y seca y los valles eran apenas rincones sin mayor encanto. Roto el embrujo, nunca más he deseado volver allí.
Estos días de incertezas y coronavirus he aprovechado para releer un clásico, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, en una edición prologada por Jorge Luis Borges. Es este cuento largo o novela corta y como bien sabemos una de las obras que mayor unanimidad ha despertado entre los amantes a la literatura de viajes, uno de esos textos literarios que acumula méritos y elogios por igual en medio mundo. Pero ahora, quince o veinte años después de aquella primera inmersión, me ha llamado la atención que algunas de las sensaciones e imágenes que recordaba y que tenía muy presentes en mi memoria fruto de aquella primera lectura, de aquel viaje iniciático hacia las profundidades de la selva africana en el Congo de finales del XIX, aquel brutal encontronazo entre el colonialismo salvaje de occidente y el “salvajismo” pacífico de los habitantes de las tribus africanas que habitaban la tierra, no haya sido ahora tal. O al menos no lo haya sido con la misma fuerza e intensidad que entonces.
Surfeando ahora por sus páginas he notado un cierto vacío, una cierta decepción, y he sentido como una parte de aquella magia que me ha hecho hablar de este libro a amigos con gran pasión y como una de esas pequeñas y hermosas joyas de la literatura universal que todos deberíamos leer en algún momento se había mitigado. El libro, claro, sigue siendo hermoso y elocuente, lleno de matices, pero no he dejado de sentir como si conforme iba pasando páginas, algo de aquella magia primigenia se me estuviese escapando entre los dedos, y que conforme me acercaba a aquel luminoso final que bien recordaba río arriba hasta el encuentro con el moribundo e idolatrado Señor Kurt algo se estuviese evaporando. Realmente puede que lo que suceda es que el libro, lógicamente, es el mismo, pero el que no lo sigue siendo soy precisamente yo.
¿Que por qué les cuento todo esto? No estoy seguro del todo, pero estas reflexiones me venían a la cabeza quizás porque pienso que algo de esto mismo puede tenga que ver con el, a mi entender, un poco forzado debate de estos últimos meses entre monarquía o república, debate que como bien sabemos también ocupa –y al parecer también preocupa, otra cosa es con qué intención oculta– a una parte de la clase política y a una cierta clase periodística de este país sin que yo tenga muy claro si tal preocupación es compartida en igual proporción por la ciudadanía y, sobre todo, si es oportuna en el tiempo y en el momento.
Es cierto que pareciera que hay gente de este país que aprovecha cualquier pequeña dificultad en el camino para volver a forzar ese debate, ofrecido casi siempre sin matices y como bálsamo que todas las heridas cura, y que ahora precisamente son muchas las dificultades que así lo apuntalarían. No son ajenas a ello lógicamente las informaciones sobre la insoportable corrupción en Zarzuela durante el reinado de Juan Carlos I, pero me preocupa y me llama la atención que sean precisamente algunos diarios y algunas plataformas mediáticas de signo más bien conservador sensacionalista las que con más esfuerzo estén apostando en esa enmienda a la totalidad de un periodo lleno de sombras, pero también con bastante más luz que la que algunos quieren reconocer.
En todo ello, decía, hay algo que no me acaba de cuadrar. Como tampoco me provoca simpatía que esta saludable discusión democrática sobre el viejo dilema nacional entre Monarquía y República pareciese hoy en día el gran tema central del que pende nuestro futuro como país y como ciudadanos, y al que ineludiblemente deberíamos ofrecer toda nuestra atención y esfuerzo si queremos ser calificados de buenos ciudadanos, porque en caso de no pensar así, o, simplemente, de creer que no es el momento, existe el riesgo cierto de poder ser expulsados del cadalso ideológico donde solo los más puros pueden permanecer. Esta otra intransigencia me produce un rechazo añadido que en otras circunstancias podría ser necesario y saludable.
En este esfuerzo de revisitar la República, se supone que la II, periodo que muchos lógicamente recuerdan porque lo han leído, no porque realmente lo vivieran, ni en algunos casos porque hayan hecho el esfuerzo de indagar en sus luces, pero también en sus sombras, olvidan seguramente que eso que llamamos valores republicanos no solo deberían predicarse, sino que mucho mejor sería para su feliz advenimiento el que se practicasen, pero ahí, justo ahí, parecen existir mayores dificultades entre los muchos que se postulan como sus grandes defensores.
Y es que, seguramente, hay veces –no sé si la presente lo será, pero algo de eso intuyo– que con tantas urgencias derivadas de la pandemia sanitaria y de la crisis económica que asoma sus fauces entre las rendijas de lo cotidiano, que sería mejor no andar revisitando todo el tiempo ese pasado que nos imaginamos glorioso e idealizado, no ensalzar un recuerdo que en muchas ocasiones puede que en parte sea solo eso, un recuerdo, un trozo de memoria cuyas aristas no somos capaces de ver en toda su complejidad desde un ahora cargado y como señalamos anteriormente de tantas urgencias sociales, sanitarias, climáticas, económicas como las que tenemos delante.
Y quizás pensar que quienes tanto insisten en traernos este debate, los que persiguen ese sueño revisitador republicano, deberían pensar que no es seguro que las segundas ocasiones mejoren la primera experiencia. Porque si lo pensamos detenidamente y sin apasionamientos, realmente nunca volvemos a los sitios, lugares que bien mirado solo existían en nuestra memoria y en nuestros sueños. Más o menos como le sucediera al que esto suscribe con el Santuario de Tíscar y con El corazón de las tinieblas.
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