Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Opinión

Violencia en Colombia

Bogotá (Fotografía: Raúl Cuellar).

Quienes nos asomamos a la realidad de los colombianos de diferente estrato que han ido llegando durante los últimos 20 años a Europa para comenzar de nuevo, sabemos que, tras tocar tierra, experimentan tres fases. La primera, desconfianza: tuve que persuadir a mi cita de Caldas de que no le ocurriría nada por pasear una tarde de invierno por el centro de Elche, que nadie trataría de arrebatarle el celular. La segunda, aceptación: se convencen de la inmensa suerte que tenemos los españoles de andar tranquilos, a cualquier hora, en la mayoría de barrios de las urbes peninsulares. Y, la tercera, deserción de aquel territorio allende los mares popular por las guerrillas y el paramilitarismo, el narcotráfico y su clase dirigente corrompida, lo que se traduce en un excesivo nivel de inseguridad que afecta a la vida cotidiana de los ciudadanos, independientemente de su condición social.

Mientras los norteños permanecemos obnubilados por teleseries en las que se glorifican a malhechores como Pablo Escobar y fantaseamos con haciendas kilométricas, lujo hortera, pistolas al cinto y un acento paisa impostado, de abrir un diario de allá, nos encontramos de bruces con el drama: el auxiliar de policía Julián Andrés Burbano fue asesinado por dos desconocidos cuando se hallaba fuera de servicio; llevaba meses en el cuerpo. Sonia Yulieth Bonilla, estudiante de Enfermería, marchó a recoger a su hija y nunca más se supo. A Abel Gómez, que cursa Biología y Química, lo tirotearon por resistirse a ser robado; felizmente sobrevivió para contarlo. No así el activista indígena Gerson Acosta, fallecido por los disparos de un sicario…

La patria de Gabo guarda un pasado de desigualdades, conflictos e injerencias que han calado en la psique de sus habitantes. 70 años después del magnicidio del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y del Bogotazo, la violencia se erige como un elemento de expresión que se soporta de manera resignada y se esgrime en multitud de situaciones, cuando los egos y las voluntades chocan, o la desesperación nubla la conciencia. Se ejerce contra otros o contra uno mismo; contra seres queridos o contra desconocidos; para salir adelante o cual divertimento en una calurosa noche de verano; el comodín de los que repudian la palabra diálogo o convierten el Día de la Madre y Navidad en las fechas más negras del calendario. La violencia lo impregna todo y es un fenómeno inducido por factores internos… y externos. Porque de la sangre derramada, una porción significativa lo es en nombre de la cocaína que, como las mejores variedades de café, se destina enteramente a la exportación. Sin la demanda de los consumidores de terceros países, la oferta no tendría sentido ni produciría millones de dólares de beneficio, por lo que el monstruo de la violencia no hubiese crecido tanto hasta su completa normalización.

Sin referentes, las nuevas generaciones intentan distanciarse de una herencia en forma de caramelo envenenado. La violencia posee cierto atractivo que engancha: el chute de adrenalina que provoca hace creernos poderosos. Además, en las películas queda muy vistosa. No obstante, si algo hemos aprendido a lo largo de la historia, es de su inutilidad para resolver obstáculos de envergadura. Colombia lo demuestra: una nación que podría ser potencia continental sigue empantanada en sus propios tormentos, desatendiendo cuestiones de vital importancia.

Si bien los crímenes sangrientos tienden a la baja desde hace más de una década, y a pesar de que México, Centroamérica, Venezuela y Brasil copen los titulares (y con razón), las cifras colombianas aún resultan tan escandalosas que no sirven de consuelo. Publicaciones (El Tiempo, El Espectador, El Colombiano…) y entidades nacionales y extranjeras (el Instituto Nacional de Medicina Legal, la Fiscalía General de la Nación…; Fundación Ideas para la Paz, Médicos Sin Fronteras, Reporteros Sin Fronteras, Global Witness…) alertan de ello. La delincuencia común u organizada continúa siendo un gran problema. Y las disidencias, que ocupan el espacio de los grupos armados desmovilizados mientras los activos, como el ELN (Ejército de Liberación Nacional), se reivindican mediante el terror. Cali, Palmira y Cúcuta pertenecen al triste club de las poblaciones más peligrosas del mundo, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal. Y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) mantiene a la república andina en uno de los puestos más altos del listado de homicidio intencional.

Con dicho panorama, sanar el corazón herido de Colombia requerirá de tiempo, aunque no bastará. La predisposición al entendimiento será necesaria. Y la intervención en comunidades en las que apenas haya alicientes aparte del dinero fácil fruto de ilegalidades. La cultura es un bálsamo a destacar; numerosas oenegés prueban diversas acciones para mantener a los jóvenes alejados de las calles. Empero, sin la educación ni la formación reglada de calidad no habrá nada que hacer. Definitivamente, este puzle deberá resolverse con libros y no con munición. O Colombia verá su futuro comprometido. Alumnos, profesores y rectores lo tienen claro, y exigen al gobierno de Iván Duque que acabe con la crisis de financiación del sistema universitario público bajo el lema #LaEsperanzaEsLaEducación.

*Artículo de opinión publicado en el Anuario de la Asociación de la Prensa de Alicante 2018.

José Filiu Casado

Periodista.

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