Se podría decir que las sociedades inteligentes y proactivas, las que se gobiernan pensando sobre todo en el bienestar de sus ciudadanos y no solo mirando la opulencia de los grandes números, de los grandes proyectos, se cuidan de mirar continuamente al pasado para no cometer errores, para no volver a tropezar en el mismo pedrusco, para no pisar el mismo charco que otrora les llevó a rozar el desastre. No parece que esa regla rija aquí, en este país, tampoco en Alicante donde el proyectado y nonato Palacio de Congresos vuelve a escena tal como se fue. Envuelto en la polémica y sin un estudio serio que avale su necesidad, su oportunidad, que justifique que ahora no es otro disparate más en la larga ristra de los disparates conocidos. Solo el cumplimiento de un viejo deseo.
Debe ser que aquí, en España, en la Comunidad Valenciana, en Alicante mismamente, tenemos tendencia a repasar de continuo ese pasado, pero deber ser también que lo hacemos justo para su contrario: para volver a sentir el escalofrío de que no hay errores y traspiés, por grandes que éstos fueran, que no sintamos la tentación de volver a cometer.
Mirando las noticias que en estos tiempos de cuasi ensoñación pospandémica van surgiendo aquí y allá, y a la sombra de ese multimillonario maná de la Unión Europea –170.000 millones, dicen– y cuyo ampuloso nombre, Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, ya hace que tengas que respirar hondo para intentar entender de qué va el asunto, podemos empezar a vislumbrar los peligros que encierra el asunto. Y no solo por el nombre, que también, sino porque a la luz de los proyectos que van creciendo como setas a su sombra ya se puede predecir, no sin cierta desazón y cierta tristeza, que otra vez el futuro es el pasado.
Y que, por ende, la creatividad, el ensueño, el ser capaces de dibujar un tiempo nuevo, con trazos nuevos, esperanzadores, que pueda alcanzar a todos, que no se enrede en viejas rencillas, no parece vaya a ser nuestro camino. Y consecuencia de todo ello, existe riesgo cierto de que el tren de ese bien común que empieza por los detalles y las pequeñas cosas, los pequeños proyectos que se expanden en horizontal y alejados de la enfermedad de la megalomanía, pueda nuevamente pasar de largo, ser orillado una vez más. Y todo porque nuestro destino se diría que se va a escribir otra vez y mayormente con el trazo grueso de las grandes obras, con los grandes proyectos que en tantas ocasiones antecedieron a los grandes desastres. Bien lo sabemos en España, en Alicante, porque, pese a tanta desmemoria, aún nos removemos en su dolorosa herencia.
Y es que sucede que otra vez los titulares de los noticiarios se llenan de ideas viejas, rancias, llenas de polvo y embarradas de añoranzas antiguas, de insanas frustraciones políticas, de proyectos antiguos extraídos del sarcófago de la historia. En ese linde están titulares del estilo: Ayuso pedirá 442 millones para resucitar la Ciudad de la Justicia de Madrid; en esa dinámica diabólica se enmarcan reformas tan caducas y oxidadas como las que explica este reportaje de Infolibre: ¿Salida verde? La pandemia desata una oleada de reformas para impulsar el ladrillo.
Otra vez –digo– la grandilocuencia, las grandes obras, el cemento y el ladrillo, quieren reocupar el centro del foco y expulsar a las nuevas y necesarias ideas que deberían ser el centro del futuro. Otra vez queremos sentir el vértigo del acantilado y la adrenalina del crecimiento desbocada, sin importarnos el precio que, a buen seguro, volveremos a pagar más pronto que tarde. Y, todo ello, como si nada hubiéramos aprendido. Como si la historia, nuestra propia historia, fuese un libro en blanco y no un inconexo y mal escrito borrador lleno de tachones. Y, sobre todo, incapaces de leer la letra pequeña de los efectos secundarios que hoy padecemos tras el exceso de trenes de alta velocidad (AVE) infrautilizados que no van a ningún sitio; de autovías vacías a disposición para carreras de lagartijas; de urbanizaciones fantasmales en sitios imposibles que hemos tenido que rescatar al precio de nuestra propia sangre; de palacios de ensueño que acabaron convertidos en pesadillas de plomo…
Que aquí, en Alicante, el gran proyecto por venir, el maná elegido para alimentar nuestros sueños, el que ya está arañando amplio espacio en los noticieros y en la escena política, el que está destinado a protagonizar amplios debates y a levantar las viejas rencillas Elche-Alicante, vaya a ser un viejo conocido tan nuestro como el Palacio de Congresos, el mismo nonato palacio que fuera proyectado una y mil veces desde hace medio siglo, es todo un síntoma de que el futuro amenaza con ser un calco de hojas amarillentas del ayer.
Y en este punto podríamos temer que lo que nos aguarda será mayormente el intento vano de recomponer trozos rotos de un pasado que nos atropelló a todos, sin darse cuenta, sin darnos cuenta, de que el futuro nunca, casi nunca, debería ser darse la mano con lo peor de nosotros mismos. Y, claro, todo por no ser capaces de ver y analizar que los tiempos por venir estarán repletos de cambios y nuevos horizontes que, seguramente, no caben entre las paredes de ese viejo y desactualizado Palacio de Congresos.
No entender que ese futuro al que deseamos asirnos no debiera ser rellenado de más edificios infrautilizados –ADDA– o vacíos de contenido –Ciudad de la Luz–, es seguramente no entender casi nada. ¿Dónde queda –cabría preguntarse– el acuerdo que firmaron en 2016 el entonces alcalde de Alicante, Gabriel Echávarri (PSOE), y el entonces presidente de la Diputación Provincial, César Sánchez (PP), para hacer que “el Auditorio de Alicante (ADDA) sea el Palacio de Congresos de Alicante”?; ¿Dónde queda el respeto a nosotros mismos si a cada cambio de tercio pensamos que el futuro tiene que levantarse sobre las cenizas y frustraciones de nuestro pasado?
Y, ya para terminar, estamos en el derecho de temer lo peor si en el menú político de los personajes que hoy nos gobiernan en la Diputación (Carlos Mazón, PP), en el Ayuntamiento de Alicante (Luis Barcala, PP) y en el Puerto de la ciudad (Juan Antonio Gisbert, PSOE), sus principales ingredientes son de tan corto alcance, de tan escasa inteligencia. Será, me pregunto también, porque ellos, seguramente y sin saberlo, son solo espectros de ese mismo pasado que amenaza, otra vez, con aplastarnos el porvenir al que creímos tener derecho. Aquel que no se construye con palacios sin alma, al borde del precipicio, sino aquel otro que se levanta intentando no volver a cometer los errores del pasado.
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