Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Trescientas... y pico

Un país con varias puertas

Carmen Calvo (Fuente: Moncloa).

Mirando a los acontecimientos de Cataluña de las últimas semanas me ha venido a la memoria una anécdota que le oí relatar a Carmen Calvo, la hoy presidenta del Consejo de Estado, varias veces exministra, exvicepresidenta y exalto cargo en varios gobiernos socialistas nacionales y andaluces, cuando iba de gira por radios y televisiones presentando su libro Nosotras. Se refería Calvo a aquella circunstancia como una especie de señal que el destino le puso delante para hacerle tomar conciencia de la desigualdad, una anécdota que en su imaginario estaría en la base de su militancia socialista y feminista y que la habría impulsado a comprometerse con esa lucha durante toda su vida profesional y, especialmente, su vida política.

Hay que reconocer que el pasaje en cuestión tenía carga de profundidad. Tal hecho habría sucedido en el colegio donde la niña Carmen Calvo empezaba su primera escolaridad, en un colegio de monjas de su Córdoba natal. Relataba la exvicepresidenta que un día descubrió, un tanto sorprendida y un poco horrorizada, que en aquel colegio había una segunda puerta de entrada y salida de alumnas al recinto escolar. Una, la principal, por la que entraban ella y la mayoría de alumnas “normales”, se supone que las hijas de las familias bien, pudientes y más o menos adineradas, las hijas de una cierta élite social y económica local; y otra, más pequeña, lateral, como escondida a las miradas, por la que entraban y salían del recinto escolar un grupo más reducido de niñas, se supone también que más pobres, de menos posibles, quizás algunos casos provenientes de algún hospicio, quizás la cuota de caridad y beneficiencia propia de la época, es fácil imaginar cómo funcionaban estas cosas en los colegios de monjas en plena dictadura.

La anécdota, puro costumbrismo rancio, podría ser vista también como metáfora y espejo de algunos de los grandes debates que nos envuelven. Y es que parece claro que del frontispicio que emergió de la Revolución Francesa, ya saben Libertad, Igualdad y Fraternidad, casi desde el principio que orillamos todo eso de la fraternidad. Quizás porque nunca tuvimos del todo claro qué era, cómo se ejercía, cómo se legislaba la dicha fraternidad: ya que cada uno lo interpretaba a su manera, casi optamos por olvidarla y centrarnos en las dos primeras. Durante un largo tiempo aún pensamos y creímos que ambas –libertad, igualdad- aún tenían firmes sus raíces en el imaginario de una cierta izquierda, que estaban bien ancladas a tierra firme. La libertad y la igualdad, las dos batallas en las que sí era fácil ponerse de acuerdo.

Pero con la resaca que dejaron las tormentas del neoliberalismo de los ochenta del pasado siglo, del posmodernismo, pero también de lo woke, signifique lo que signifique esta palabreja, también empezamos a darnos cuenta que una de ellas —la libertad— empezaba a padecer achaques, a salirle desconchones. El derecho a ser libres, a poder expresarnos sin miedo, inició pronto a correr serios peligros. Hasta el punto de que la libertad es hoy —bien que lo sabemos— una palabra polisémica, poco que ver con aquella de los hechos que dieron lugar a la propia revolución francesa de 1789. De modo que ese segundo grito —la palabra libertad— poco o nada tiene que ver hoy con el impulso originario, liberador de almas y cuerpos. Hoy vaga como un adefesio, y su verdadero campo de acción ya casi solo afecta a la libertad de poder enriquecerse, de festejar, de hacer lo que te apetece según te apetece. La versión actualizada de esta nueva libertad es la que tiene que ver mayormente con la economía, con la capacidad de hacerse rico sin que casi haya normas que te cortocircuiten el camino, con haber subido al altar la libertad individual frente a lo colectivo.

La presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, aventajada aprendiz trumpista y discípula patria del America First, la Agustina de Aragón que cabalga a lomos de un caballo con el estandarte de «Libertad frente a comunismo», sería entonces la gran rosacruz de esta escuela de alquimistas «neocon». Libertad para todo. Para tomar cañas. Para hacer negocios en pandemia. Para parasitar el presupuesto público al tiempo que se habla mal de los impuestos. Ya saben, Milei como paradigma y señuelo.

Pero aún y así, y pese a los embates que pugnan por derribar casi todo lo que era sólido, maltrecha la fraternidad, pervertida la libertad, aún pensamos que nos quedaba el refugio de la igualdad como concepto, como salvavidas, como conquista irrenunciable para cuando la vida ya casi no vale nada, para cuando las olas amenazan con hundir las barcazas en las que navegamos. Pero apunta a que tampoco. De un tiempo acá, no parece que éstos sean buenos tiempos para la defensa de la igualdad. De un tiempo acá la igualdad es —parece— un ascensor en caída libre, mientras sus hijos bastardos de la diversidad y la pluralidad, los hechos diferenciales, las singularidades varias, viajan en una cabina ascendente y en primera clase.

Isabel Díaz Ayuso (Fuente: Gobierno de la Comunidad de Madrid).

Hablar de igualdad —no digamos ya defenderla— se ha hecho harto peligroso. Que se lo digan a las feministas de este país. A quienes son perseguidas, expulsadas y canceladas de sus cátedras universitarias. Lo cool, lo moderno, es predicar la diversidad, el sexo sentido, sentimiento frente a razón. Los excesos de la propia ley Trans impulsada por la exministra de Igualdad, Irene Montero, y aplaudida por gran parte del socialismo en el poder, solo serían entonces un capítulo más de este camino de derribo. Quienes aún creían —creen— que la igualdad era irrenunciable tuvieron que abandonar el barco y buscar aguas más tranquilas. La actual ocupación laboral de la citada Carmen Calvo es un buen ejemplo de estas maneras de proceder.

El penúltimo giro de guion de esta deriva disgregadora tendría precisamente que ver con el chusco asunto este de la “financiación singular” de Cataluña que ahora se habla, con la resaca del procés como coartada, con esa forma tan extraña de entregar todo tu bagaje ideológico, tus principios, a cambio de unos pocos votos para ser elegido presidente. Ocurrió antes, con la amnistía, y puede que suceda ahora —o más adelante— con la financiación singular.

Que este hecho diferencial lo defiendan gentes de ERC, los nacionalistas, los independentistas, no nos debería extrañar. Ni preocupar. Es su aspiración. Va en sus genes ideológicos y es su razón existencial aspirar a ser distintos. Comer aparte. Querer diferenciarse. Luchar por tener una puerta de entrada y salida propia al edificio común. Lo raro, lo extraño, lo realmente peligroso y preocupante, es que quienes ahora están al mando de un partido que ha viajado casi 150 a lomos de esa pregonada igualdad, como es el PSOE, estén empezando a virar ciento ochenta grados su mirada, haciendo, otra vez, justo lo que dijeron hace quince días que nunca jamás harían (María Jesús Montero dixit). Colaborando en abrir huecos en la pared común solo para disfrute de unos pocos.

En un artículo reciente publicado en el diario El Mundo el filosofo y catedrático José Luis Pardo abundaba precisamente en este hecho, en la creciente importancia de la diversidad y la pluralidad como valores superiores a la igualdad en nuestras sociedades. Decía: “En lugar de adquirir derechos por aquello que tiene en común con el resto de los ciudadanos —o sea, el ser españoles— los “diversos” pretende hacerlo por aquello que les diferencia de los demás”. No sabemos qué piensa Sánchez, que opina Illa del tema. O quizás casi que preferimos no saberlo.

Seguramente hoy Carmen Calvo —si es que aún le queda espacio para los recuerdos de aquella su ya lejana infancia— mirará extrañada la actualidad porosa de su propio partido donde los principios es lo primero que se negocia. Y desde esa privilegiada atalaya de la presidencia del Consejo de Estado adonde fue enviada como castigo por su atrevimiento, es posible –no es seguro- que aún y como entonces sienta un poco de desazón y algo de tristeza al descubrir cómo se abren y cierran algunas puertas para según qué, para según quiénes.

Y, como entonces, y si su situación aún se lo permite, es probable que pueda ver con claridad que para consagrar la diferencia y la desigualdad no es siquiera necesario promulgar leyes que la consagren, ni reglamentos que la amparen. Bastaría, como bastaba entonces, con hacer lo que hacían en su propio colegio. Añadir puertas de entrada y salida diferenciadas a la casa común, al colegio, al país… Unas, para los elegidos, para los hijos de los señores, para ERC, para los catalanes en su conjunto, y otra (u otras), ladeada, como de segunda, para todos los demás. Con eso ya sería suficiente. Más o menos como está previsto hacer aquí con este chusco asunto de la financiación.

Pepe López

Periodista.

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