Son como pequeñas heridas abiertas en el paisaje urbano de nuestros pueblos, de nuestras ciudades, de nuestras calles y plazas, como diminutas sombras en la piel de nuestra propia memoria. A veces, sin saber por qué, aparecen de pronto. Sin esperarlos. Y, a veces, sin una razón aparente, desaparecen tal y como vinieron, en un relámpago de arena, dejando apenas una mancha en el suelo. Pero otras, otras, logran permanecer en el tiempo, enraizar en las necesidades y costumbres de las gentes hasta el punto de convertirse en símbolos de toda una generación. De cada una de nuestras generaciones.
Los materiales que les dan forma y los envuelven son mayormente frágiles y perecederos, chapas recortadas, maderas, plásticos si acaso, cosas así, pues su vocación en su origen casi nunca es de permanencia, solo de oportunidad, como aves de paso que pidieran perdón cuando aterrizan y que en su cartilla de tránsito ya llevaran escrita su fecha de caducidad, pues esa es casi siempre su aparente y frágil naturaleza.
Puestos a describirlos son, mayormente, como pequeños amazón de nuestro pasado reciente, llenos de sorpresas, cumplidores de sueños, prestos a saciar nuestros repentinos deseos, hijos seguramente de un tiempo en donde casi toda ilusión cabía en su pequeño interior. Eran –son– lugares inclasificables, cambiantes, donde lo mismo podías comprar una buena revista (cada vez menos), un buen libro, un periódico de los de antes, disfrutar de unos churros recién hechos, obsequiar con unas chuches a los críos que te acompañaban, regalarte unos anises de colores, si acaso también pequeños templos donde escuchar música en directo, adquirir un helado en primavera, comprar un cigarro –solo uno– de esos que estaban prohibidos a tu bolsillo cuando éramos críos.
A veces eran –son– solo proyectos temporales, de escueta presencia, señales de que el cambio de estación se acercaba, de que tales fiestas se avistaban en el horizonte. Así eran esas casetas repletas de turrones, mayormente de Jijona, que aparecían una mañana por ensalmo y anunciaban la Navidad y cuando no sabíamos que el turrón era de Jijona; pequeños cubículos donde se mostraban golosas las almendras garrapiñadas, se fabricaban las nubes de azúcar, los dulces con sabor a infancia, pero no solo.
Pero los había –los hay– también fuertes, con raíces profundas, capaces de aguantar los embates de los cambios sociales, los gustos políticos, los estragos del tiempo. Entonces es posible que sus materiales sean más duraderos, cemento, ladrillo, azulejos incluso, esas cosas. O como ese “de piedra” (así le llama la gente) que hay en mi pueblo, Caravaca, ubicado en un cruce de caminos y que ha acabado convertido en un diminuto pero necesario faro para el deambular de sus gentes, de todos nosotros. Que está ahí, enclavado como brújula y a modo de estrella polar que señala el buen camino en el infinito mundo del trasegar de los humanos, necesario punto de encuentro, de amplio servicio, y en donde, de buena mañana, te pueden servir copazos de cazalla, de coñac, a precios populares para tratar de domesticar la ansiedad de un duro día por venir; y que en el correr de las horas, cuando cae la tarde, se travisten para, amables, ofrecernos gigantes bolsas de pipas, caramelos, chupa-chups cuando los chupa-chups eran otra cosa, golosinas de nombres olvidados, pequeños goces, azúcar para el alma.
Son, todos éstos, y generalmente, pequeños de estructura, de apariencia tímida y frágil, pero los hay también de otra dimensión, que se muestran orgullosos de su porte, de esos que parece estuvieron siempre ahí aunque sabemos que no es así, que es solo pose. Como esos hercúleos, gigantes, inabarcables, que jalonan las Ramblas de Barcelona, ubicados en sus laterales a modo de guardianes de una esencia que no se quiere olvidar, agarrados al subsuelo, y que, cuando el alba avizora, se van desperezando lentamente y extienden como gigantes sus brazos de pulpo para ofrecernos en amplios espacios el mejor libro, la mejor flor, el mejor recuerdo, la mejor foto turística posible, la posibilidad de un alto ocioso en un interminable sube y baja en el inefable paseo de los mil y un colores.
Son, todos ellos, unos y otros, los kioscos de nuestras vidas. De nuestras estaciones de paso, kioscos donde –ya lo dijimos antes– una vez compramos cigarrillos sueltos en tiempos de escasez, de escuálidos céntimos en agujereados bolsillos, de a peseta, acaso de a duro, kioscos que estaban y que, un día, sin aviso, dejaron de estar, impregnando nuestra biografía de esos recuerdos que solo las pequeñas cosas –como ellos– pueden labrar.
Por eso duele tanto que un Ayuntamiento como el de Alicante, acostumbrado a triturar su historia, otra vez, aprovechando los rigores de una pandemia, quiera romper la armonía de uno de sus mejores rincones, y enmascarado en una remodelación del Parque de Canalejas, quiera profanar su silencio y la sombra centenaria de sus gigantes ficus, con uno de estos kioscos-modernos-y-hostelero. Pero no uno pequeño, sino uno de 90 metros, con losetas de mármol, con mesas a su alrededor, con aseo (¿cuándo un kiosco tuvo aseo?), un artefacto que en cualquier otro lado sería bienvenido, entendible, pero que aquí, justo aquí, en este rincón donde el tiempo está detenido, no debería nunca ser posible. Por respeto a la memoria de los kioscos, de todos los kioscos. Por respeto a la memoria de una ciudad que no puede –no debería– permitirse más heridas. Por respeto a nosotros mismos, habitantes de una tierra como esta, acostumbrados a callar. Incluso cuando nos quieren imponer un kiosco como este, un kiosco con tan mala pinta. (*)
(*) Para aquellos que quieran alegar al proyecto que contempla un kiosco-hostelero en el Parque Canalejas, pueden hacerlo siguiendo las indicaciones que se ofrecen en este enlace.
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