Había una vez una tierra donde habitaban gentes que todos ellas se decían ser ilustres caballeros; todos, provistos de armadura, lanza y escudo, andaban cabalgando hermosos rocinantes por tierras lejanas; eran aquellos caballeros siempre prestos para la batalla, tan prestos estaban para la pelea y el combate contra molinos que solo ellos vislumbraban, que de gobernar se olvidaron y aquel país y sus gentes, poblado también de millones de sancho panzas, y a los que ellos miraban desde lo alto de su cabalgadura, de hambre y de frío murieron en el invierno que en lontananza ya se acechaba…
El invierno, y no solo el meteorológico y con permiso de las palabras medio prestadas del gran escritor español Miguel de Cervantes, se acerca con paso firme en nuestro país cabalgando el caballo desbocado del covid-19. Pese a ello, pese a la evidencia, la clase política pareciera que prefiere seguir instalada en el potro del veto ideológico, ese recurso facilón de gentes de mirada corta que les asegura el aplauso fácil de los suyos y el desprecio de los contrarios con el que tanto se alimentan, pero que, por contra, mantiene medio paralizado el país.
El invierno –y no sólo el meteorológico– con la pandemia del covid-19 campando a sus anchas, está, decíamos, ahí, acechando, silencioso, pero ellos, nuestros representantes políticos, prefieren empoderarse en el lenguaje guerracivilista y futbolero del marcaje al hombre, del patadón y tentetieso, del viejo aforismo de si pasa el balón que no pase el hombre. Es lo que hay, sin presupuestos generales desde hace cuatro años y a las puertas del invierno social y económico, también del sanitario, y sin que se vislumbre luz que alumbre ni discernimiento que encamine.
A veces, supongo que inocentemente, uno tiende a pensar que gobernar en el siglo XXI debería ser siempre, pero más si cabe en tiempo de pandemia y en una de las zonas más ricas y privilegiadas del universo Tierra como lo es Europa occidental, hacer políticas que tengan en cuenta eso tan manido pero a la vez tan básico como es el bien común. Y eso, en muchas ocasiones, significa indisponerte con los hooligans de tu lado para acercarte a los que no piensan como tú para hacer posible el acuerdo y la transacción.
Gobernar, el buen gobierno claro, decíamos, es, debería ser, tomar decisiones mirando siempre de frente un faro en el que se trate de no dejar a nadie atrás, por pequeño que sea ese alguien, ese colectivo, esa realidad; hacer que al estirar la manta de un lado no se deje al otro más débil tiritando de frío. En eso pensaba estos días a propósito de las diabólicas matemáticas parlamentarias en las que andamos ya un tiempo y en la reedición redoblada de los vetos cruzados a diestra y siniestra en las que llevamos años metidos, como dos peonzas condenadas a girar siempre en sentido contrario.
Dice el PP que su condición irrenunciable para alcanzar algún acuerdo con el PSOE –y no sabemos si aquí se refiere al todo o la parte– sería que Podemos no formara parte del Gobierno. Su obsesión, su meta, parece solo es esa. Echar por la borda lo que los ciudadanos han votado. Y dice Podemos que ellos –que son gobierno– no pactarán presupuesto alguno si en la foto está Ciudadanos. No hablan –ni PP ni Podemos, también otros– de qué, de cuáles medidas no están dispuestos a apoyar, de programa, programa, programa que diría el malogrado Julio Anguita. De eso no dicen nada.
Ni siquiera en tiempos de pandemia y a punto de que el frío –no solo el meteorológico– arrase con todo, son capaces de hablar de otra cosa que no sean las viejas trincheras, del puro tacticismo político, de levantar murallas, expulsar al otro, deslegitimar al que no piensa como tú. Solo –eso dicen– les importa: que los otros dejen de estar ahí, como si medio país pudiese dejar de existir.
Leyendo estos días la luminosa y al mismo tiempo triste y testamentaria crónica del libro El naufragio de las civilizaciones del periodista y escritor franco-libanés Amin Maalouf y premio Príncipe de Asturias de las letras 2010, reflexionaba sobre si el viento frío y las desgracias e intransigencias que asolaron y asolan todo el Oriente Medio y el mundo árabe en el último siglo –Egipto, Líbano, Siria, también Irak, Irán, ya saben la vieja Mesopotamia– todo aquello que pudo ser y no fue, no estará también penetrando por los resquicios y entresijos de las puertas y ventanas desvencijadas de nuestro acomodado mundo occidental europeo.
Nos cuenta Maalouf, con gran dolor, con lucidez, pero con la tranquilidad que dan los años vividos, cómo lo que pudo ser y en parte fue una edad dorada para aquella zona que él llama Levante, se fue convirtiendo poco a poco en polvo y ceniza, un lodazal de terrenos de despojo donde solo las alimañas campan hoy en día a sus anchas. Donde había luz y entendimiento, esperanza, hoy solo queda barbarie y destrucción. Intransigencia. La convivencia y la libertad entre diferentes religiones, etnias, lenguas, culturas, etc., que allí floreció en un tiempo no tan lejano es, mayormente, hoy una enorme pira de intransigencia y de violencia.
Y en esa misma línea de reflexión llega el escritor libanés a esta dolorosa advertencia: “Incluso en los países de gran tradición democrática se torna difícil (hoy) ejercer el papel de ciudadano sin hacer referencia a los orígenes étnicos, a la confesionalidad o a pertenencias específicas”. Ya saben, aquí y ahora, nacionalismos excluyentes, etnicismos culturales o lingüísticos, religiones omnipotentes o partidismos igualmente excluyentes.
Pareciera que lo importante ahora no fuese construir puentes por donde pueda transitar la diferencia, que lo importante es aplicar las tácticas de la guerra abierta: hacer saltar los puentes, incluso para evitar la huida del contrario; llenar el campo de minas; bombardear las ciudades y a los ciudadanos con mentiras (fake news); acosar al diferente, al inmigrante, a las mujeres, al pobre, al que no habla como tú… Qué más da, en sociedades así todos, en algún momento, y como nos advierte el propio Maalouf, todos corremos el riesgo cierto de poder ser mirados por quienes detentan transitoriamente el poder como ese otro, ese diferente al que perseguir, al que orillar. En eso parece estamos también aquí y ahora cuando los muros que se construyen no son para contener sino casi exclusivamente para dejar de impedir ver al otro.
Por eso, cuando el duro invierno asoma el hocico y amenaza con implosionarlo todo, no sé si sería conveniente que los caballeros que gobiernan bajaran de sus altas y lujosas monturas, pusieran pie a tierra y miraran a los ojos a los que solo tienen burras y asnos que montar, rucios en palabras del Sancho Panza cervantino, y les dijesen si el espectáculo de los vetos que todo lo empozoña va a continuar, porque podría suceder que…
Con el transcurrir del tiempo, aquel hermoso país, otrora cantado por los más grandes y excelsos poetas y juglares, quedó oculto y olvidado, pasto del hambre, del silencio y del olvido; sus gentes, derrotadas y sepultadas en tumbas de mantos negros; y las otrora ilusiones blasonadas de sueños y esperanzas, aplazadas e incumplidas quedaron… Y todo apunta, para más dolor y rabia, que tras aquel duro invierno, nadie, ni siquiera aquellos viejos caballeros de larga estirpe y gran asiento, cabalgando ahora escuálidos rocinantes, tampoco nada dijeron y por toda disculpa y expiación solo que nunca nada vieron.
Visitor Rating: 2 Stars
Visitor Rating: 5 Stars