Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Trescientas... y pico

Turismofobia

Turista. Fotografía de Garrote88 (Fuente: Wikimedia).

La palabra turismofobia se ha colado entre nosotros como nos sucede con la fiebre: de pronto y pareja a una enfermedad que nos perturba. También, como una especie de mecanismo de defensa y respuesta del organismo para evitar que el mal acabe devorando nuestra propia existencia, todo aquel paisaje que nos conforma y en el que nos reconocemos. El espacio que necesitamos para respirar.

La fiebre, la turismofobia que hoy emerge aquí y allá, no sería entonces el verdadero problema, si no solo el síntoma externo de un mal mucho más difícil de diagnosticar y de combatir. Y en eso parece que andamos, dándole vueltas al diagnóstico y al tratamiento, en saber qué parte de este mal proviene de eso tan raro que hemos convenido en llamar “pisos turísticos” y que en el fondo no es otra cosa que una mezcla explosiva de muy difícil digestión. Sería, ahora que reconocemos sus síntomas, más o menos como permitir alegremente que se instale cómodamente en el 2.º A de una comunidad de vecinos cualquiera con una fábrica de bombas.

Cuando hace seis o siete años algunos alcaldes y alcaldesas de entonces (Carmena en Madrid, Colau en Barcelona, pero hubo más) se adelantaron a su tiempo y se atrevieron a hablar claro del problema que ya se avizoraba y trataron de poner en marcha las primeras medidas para regular toda aquella novedosa actividad económica de los “pisos turísticos” (licencias, donde sí, dónde no, perseguir a los ilegales que campaban a sus anchas…), las reacciones fueron desmedidas y furibundas. Pero eso es ya historia.

Perseguían aquellas medidas —las de Carmena y Colau, las de otros— el saludable objetivo de evitar que la fiebre desbocada de aquella rara costumbre de mezclar turistas de fin de semana en las mismas comunidades donde vivía la gente todo el año, acabase corroyendo el tejido social, como en mayor o medida ahora sabemos ha ocurrido. Pero la reacción contra aquellas normativas fue tan desmesurada e irracional que hoy sus propias ciudades pagan las consecuencias. Muchas de aquellas quejas acabaron en los juzgados. Ése y no otro, recordémoslo, era el campo de juego que nos trajo hasta aquí.

Un proverbio árabe adaptado al castellano nos viene a decir: “Siéntate en el portal de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”. Por eso es hoy fácil de imaginar la sonrisa, entre burlona y distante, de Manuela Carmena, de Ada Colau, mirando el paisaje que tenemos delante. Cierto que ambas, como tantos otros como ellas que lo intentaron, fueron descabalgadas de sus varas de mando, quemadas en la hoguera de las vanidades del coge el dinero y corre. Su mérito, eso sí, fue intentarlo y haber sido pioneras.

Manuela Carmena. Fotografía de David Arenal para Ahora Madrid (Fuente: Wikimedia).

De modo que hoy, cuando la situación fruto de aquella inacción de muchos —también del gobierno de la nación, ese que ahora quiere correr poniendo tiritas a la herida— se ha hecho insostenible en muchas ciudades, cuando el mal y la fiebre amenazan con carcomer la paz social, más o menos como hemos empezado a ver en Canarias, en las Islas Baleares y, cuando los precios de las viviendas en las grandes ciudades son ya el gran problema, algunos de aquellos mismos políticos negacionistas están empezando a virar, a hacer justo lo que dijeron que nunca harían.

Los mismos que hicieron bandera del dejar hacer (Martínez Almeida en Madrid, es un buen ejemplo), los mismos que ganaron elecciones subidos al caballo de todo el campo es orégano, haga usted lo que quiera que yo miraré para otro lado, empiezan a tirar de las riendas del caballo desbocado para tratar de frenar su alocada carrera. Ahí están los ejemplos de Málaga, Mallorca, Sevilla, Valencia, al modo como lo está haciendo la misma Nueva York, todas ellas ciudades gobernadas por el PP, que están empezando a hacer lo que dijeron nunca harían: intentar poner coto a los pisos turísticos, ensayar planes de suspensión de licencias, encargar planes de actuación. Seguramente todo ello demasiado tarde porque la fiebre es ya demasiado alta, los intereses en juego demasiados, y combatirla no será fácil, costará más. Y, además, dejará nuevas víctimas en un combate tan desigual.

Pero como los viejos vicios y los viejos errores siempre están ahí para recordarnos lo frágiles que somos, para poder ser repetidos, ahí tenemos a la concejala de Turismo de Alicante, Ana Poquet, que dijo hace unas semanas en una entrevista de esas de balance del primer año que “el aumento de los pisos turísticos no es un problema en Alicante”. Seguramente lleve algo de razón. Quizás Alicante no esté aún al nivel de Valencia, Barcelona, Málaga, Mallorca, Nueva York, Madrid o Sevilla, pero quizás lo inteligente por su parte hubiera sido tratar de aprender de la experiencia de otros. Tratar de evitar el error que otras ciudades ya han cometido, intentar actuar antes de que la fiebre acabe siendo tan alta que amenace colapso.

No lo hará. Ni ella, ni tantos otros como ella. Seguramente porque para Poquet, y para tantos otros alcaldes y concejales de ciudades turísticas medias, todo el campo sigue siendo (todavía) orégano, porque piensan que ni debemos ni podemos ponerle puertas al campo, porque prefieren seguir mirando ojipláticos el sonido de una caja registradora que no para de vomitar turistas y más turistas, y eso es lo único que ahora importa.

Quienes no piensen así —entre los que está el que esto escribe—, quienes crean que lo correcto es siempre seguir el rastro de la fiebre para evitar la sepsis de las ciudades, solo tienen que sentarse y esperar. También ellos caerán en la cuenta. Lo triste y duro es que, para entonces, seguramente, el mal se haya extendido tanto que la turismofobia solo será ya un mecanismo de defensa de las propias ciudades que se niegan a morir de éxito.

Pepe López

Periodista.

Comentar

Click here to post a comment