Hay libros, como hay maestros, viajes, también pequeños acontecimientos, de esos que calificamos como sin importancia, que acaban marcando nuestro destino, el de cada uno de nosotros; que acaban abriendo puertas y ventanas a mundos desconocidos, impensables, al tiempo que cierran viejas estancias de pensamientos y complacencias a las que ya es casi imposible regresar.
Viendo, oyendo, cada vez más horrorizado, más preocupado, las noticias que nos hablan de la deriva política de la Unión Europea en todo lo que tiene que ver con la inmigración y los “nuevos modelos” copiados del manual de la ultraderecha para, dicen, luchar contra ella, me vino a la cabeza un libro de juventud, un libro que leí de forma casual, y que, sin habérmelo propuesto, supuso un antes y un después en mi forma de mirar el mundo. Desde su temprana lectura ya nada, casi nada, volvió a ser como había sido. Ver, imaginar, el horror de tan cerca, oler el rastro de la muerte y el sadismo más atroz, saber que todo aquello había ocurrido, fue como un antes y un después.
Justo en este contexto, ahí está la reelegida presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, como epítome de lo que pasa y nos pasa. Es esa mujer fría, de rostro afilado, de dura sonrisa, siempre oportunista en lo político, que un día aparenta una cosa, y, al poco, justo su contraria, aplaudiendo entusiásticamente los experimentos con reminiscencias fascistoides de la presidenta italiana, Giorgia Meloni, para luchar —eso dicen— contra la inmigración ilegal. Y ahí está la mandataria italiana, de ascendencia neofascista, presumiendo y promocionando en la pasarela europea su modelo de alquilar los campos de concentración en la vecina Albania. Verlo todo tan de cerca, tan normalizado, causa pavor. Provoca dolor. Puro miedo.
Ahí están también algunos —cada vez más— dirigentes y países de la UE levantando muros, reales e imaginarios, abriendo portezuelas que creíamos nunca más se volverían a abrir, hablando eufemísticamente de “soluciones imaginativas” para hacer frente al mismo fenómeno -eso dicen- de la inmigración, fórmulas y experimentos que en el fondo y en la forma no suponen más que la negación y la suspensión del elemental y humanitario derecho de asilo, seña fundacional de la propia Unión Europea, dando vía libre al maltrato y a la explotación de seres humanos por el solo hecho del color de su piel, por su origen, por sus escasos recursos económicos. Y sí, claro, ver cómo todo eso se va normalizando políticamente provoca dolor. Causa pavor. Puro dislate.
No recuerdo bien cómo sucedió. Ni cómo llegó aquel libro del que les hablaba a mis manos, ese mismo que estos días se me ha revelado como un recuerdo de ruptura. Hay una neblina que me impide recordar con exactitud cómo fue todo aquel bautizo en el laberinto del horror, aquella entrada a un mundo desconocido, aquel inmenso shock para un inocente adolescente al toparse de frente con el horror más inimaginable, y todo ello en soledad, sin anestesia precisa, sin calmantes que aminoraran el terrible impacto.
Sí recuerdo, y muy bien, en cambio, las fechas aproximadas -años 1974/1975, justo antes de la muerte del dictador- siendo uno estudiante de bachillerato o COU. Y recuerdo, sobre todo, aquella palabra en su portada. Eso nunca lo he olvidado: Treblinka. Ese era el título de aquel libro-novela, libro-ensayo, quién sabe; y recuerdo también la imagen de aquella edición de bolsillo, un niño judío (eso, que era judío, lo supe después), vestido con un extraño pijama a rayas, tras una alambrada de espinos, ojos que te miraban fijamente, todo sobre un fondo blanco, neutro.
Treblinka fue, para incautos y olvidadizos, el segundo campo de exterminio nazi tras Auschwitz, donde más se gaseó a la población judía, también a otras minorías. Las fuentes van desde los 700 000 hasta los 900 000, pero fue, sobre todo, uno de los campos de exterminio donde más se experimentó en las técnicas avanzadas de la muerte en masa sin dejar restos. Y recuerdo, sobre todo, el horror que descubrí en la lectura de sus páginas. Pensar que todo aquello sucedió, como ahora, en medio de una general complacencia, en medio de discursos que pretendían y pretenden ser políticamente correctos. Eso causa miedo. Provoca dolor.
Hay libros, maestros, viajes —lo decíamos antes—, acontecimientos que marcan un antes y un después, como hay decisiones que una vez se adoptan ya es muy difícil volver atrás. Posiblemente estemos como ciudadanos de la Unión Europea ante una de esas puertas que se abren y ya no hay manera de volver a cerrar. Posiblemente, solo posiblemente, estemos abriendo las compuertas que conducen a una parte de todo aquel horror que tan bien describiera Jean-François Steiner en aquella novela que fue para un niño-adolescente un antes y un después. Aunque, ahora como entonces, no seamos capaces de verlo, y pensemos, como entonces pensaban muchos, que Treblinka solo era eso, una novela.
Algunos bienintencionados creerán también que otra Treblinka no es posible hoy en el corazón de la vieja Europa. Pero aquel horror solo fue el final del camino. Antes de eso debieron suceder muchas otras cosas, y muchos de quienes vivieron aquello debieron pensar eso mismo —que eso no era posible—. Pero, simplemente, sucedió. Seguramente porque muchos de ellos, como ahora también, simplemente se limitaron a mirar a otro lado, prefirieron mirar sin ver, prefirieron seguir bailando el carrusel de una fiesta sin fin.
En todo eso pensaba. En ese libro —Treblinka—, en todas las ursulasvonderleyen, en todas las giorgiasmelonis y sus orquestas de músicos complacientes tocando sobre el escenario para que no nos demos cuenta del trágico final que puede que nos aguarde si seguimos por este infernal camino. Del Titanic que nos espera al término de la travesía que acabamos de iniciar.
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