Esta noche la Luna parece un bollo de color naranja. Conocí a Susana una tarde que entraba de lleno en una noche más o menos así. Llovían cortinas interminables de agua, con una intensidad solo comparable a las últimas contracciones antes del parto. En aquella época yo vivía con dos de mis nueve hermanos en una zona de moda del barrio alicantino de san Blas. Ella, justo al lado, lindando con la iglesia. No, Susana no iba para monja ni nada parecido.
Llegué con el Mini al punto de encuentro. Ella esperaba bajo la protección demacrada de una oscura farola y el esqueleto del paraguas todavía sobre su cabeza. A pocos metros volaba la tela, zigzagueando al ritmo inequívoco del viento. En ese instante me enamoré casi perdidamente. A ella, en cambio, no le ocurrió lo mismo hasta pasados algunos meses.
Hoy, con los años que han pasado, ya no somos —a qué negarlo— tal como éramos, y tampoco tal para cual, aunque lo fuimos durante algún tiempo, pero no quisiera anticipar nada.
Nos conocimos una tarde angosta de finales de mayo de 1990. Se dio la deliciosa circunstancia de que mis hermanos pasarían como una semana de viaje visitando Cazorla, Granada y todo eso. Vi la ocasión pintiparada para invitar a Susana a conocer el piso y hacerle comidas. Ella también se empeñaba en lo mismo. La cosa iba miel sobre hojuelas o algo así, hasta que empezó a sonar el teléfono una y otra vez. Descolgó, sin saber que se trataba de su novio, que llegaba en unas horas para disfrutar de algunos días de permiso del servicio militar.
—Dile que ya no quieres estar con él —le dije.
—Estoy embarazada de Pablo, mi profesor de autoescuela.
—¿Cómo se llama tu novio?
—Pablo —respondió. Y añadió guindas al pastel—. Me chiflan los Pablos. He pensado en no decirle nada hasta que se licencie y dejaré de ir a la autoescuela para estar contigo, Pablo. Seremos almas gemelas por unos días.
Esos momentos se quedaron cincelados en el fondo de mi corazón y hoy, muchos años después y a la misma hora que la vi por primera vez, abro mi propio bar de copas y música que lleva por nombre Tal para Cual, y la sorpresa es pantagruélica: Entran los mismos clientes de cada día y, al rato, aparece ella y el local se ilumina. Se viste de gala porque va a cantar Manolo García. Ella se acerca a la barra y, mientras pide un Jack Daniel’s con poco hielo, me saluda con esos preciosos ojos esmeralda. Me cuenta en un rincón, junto al pequeño escenario —aprovechando un descanso para continuar con ese inolvidable tema, Nunca el tiempo es perdido— me cuenta, decía, casi entre lágrimas, que su hijo murió justo al año de nacer por un grave problema cardiovascular y que su relación se hizo añicos de inmediato, casi como uno de esos vasos al borde de una mesa, que caen al menor descuido.
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