El pasado viernes se presentó en la Seu Universitària d’Alacant el libro La mar de relatos, un conjunto de los diez cuentos que ganaron en sus primeras convocatorias el Certamen Literario “Tabarca Cultural”. Una oportunidad para el reencuentro de diversos miembros de la asociación como Antonio Ruso, su actual presidente; Regine Dagoret, fundadora de la entidad; Magdalena Ortuño, impulsora del certamen; Pedro Soriano, Chus Sánchez y José Luis Ferris, miembros del jurado; José Ángel Bañuls, ganador de la edición del 2020, entre otros. Un reconocimiento a los 14 años de la primera convocatoria de una apuesta cultural que intenta ofrecer una imagen más completa de la referencia de nuestra isla como destino turístico. La lectura de estos relatos, procedentes de una diversidad geográfica y lingüística muy interesante, nos abordan las visiones que la Isla de Nueva Tabarca, siempre en el punto de vista de nuestra costa, ha tenido para esta decena de autoras y de autores. Así, la isla se convierte en un referente para la historia, desde sus orígenes poblacionales en el siglo XVIII hasta su pasado relacionado con la piratería; para el medio ambiente, por la riqueza de flora y fauna que esconden sus aguas; para la reflexión de los humanos, donde sentimientos como la soledad o el aislamiento arman recorridos narrativos de construcción de personalidades.
La historia de la literatura universal nos ofrece una cantidad ingente de autores que han centrado sus relatos en alguna isla, bien conocida, como el caso de José Lezama Lima con su visión personal y simbólica de Cuba en Paradiso (1966), bien sin concretar o con carácter ficcional, como las muy conocidas novelas Robinson Crusoe (Daniel Defoe, 1719), La isla del tesoro (Robert Louis Stevenson, 1883) o La isla misteriosa (Jules Verne, 1874). Unos espacios que incrementan la percepción de aislamiento de los protagonistas, pero que potencian el libre desarrollo de estos, como recuerda uno de los personajes de la novela de William Golding El señor de las moscas (1954): “esta es nuestra isla. Es un buen lugar, ¿no creéis? Podemos hacer lo que queramos aquí”. Esta es tal vez la magia de nuestra Illa Plana o Nova Tabarca, denominación real, para quienes la visitamos: la sensación de libertad y de conexión con el medio natural se intensifican. Por este motivo, en los últimos tiempos, ha crecido la presión de la opinión pública para que se limiten las estancias en la isla: la presión humana en los meses de verano rompe la normalidad de un espacio limitado y frágil para el desarrollo natural de su ecosistema. Seguir sin ningún tipo de regulación puede atentar irremediablemente contra esta gallina de huevos de oro para el turismo, en sus formas diversificadas de alojamientos y de restauración. Tomemos nota.
¿Sabéis qué percepción he tenido siempre desde mi primera visita, a inicios de los años 90, cuando todavía se permitía la acampada libre en la zona deshabitada de la isla? Que las administraciones públicas que tienen competencia en aquel pedazo de tierra y de mar no son conscientes de su fragilidad y de su interés sociocultural, más allá del económico. Se limitó este tipo de alojamiento no regulado por los daños al ecosistema provocados. Se realizó la conexión de la red eléctrica y de aguas con el resto de la costa, acabaron finalmente las obras infinitas de su trazado urbanístico y edificios emblemáticos, pero se ha dejado en manos de su población y sus residentes habituales la concreción de unos objetivos a medio o largo plazo del mantenimiento de la esencia de esta isla. El empuje de los restaurantes y hoteleros ofreció una oferta atractiva para los visitantes, pero para recordar sus orígenes, transmitir su legado sociocultural, sólo se ha podido contar con las iniciativas de la Asociación Tabarca Cultural, al lado de entidades que puntualmente le han dado su apoyo, como la Diputació d’Alacant o la Universitat d’Alacant. Si dejamos en manos del voluntarismo iniciativas de estas características, corremos el riesgo de que, tras el paso de sus principales impulsores, se diluyan sus iniciativas y perdamos la idiosincrasia de este lugar único en nuestras costas.
Tabarca es silencio y recogimiento, un espacio real donde conectar con la parte más íntima de cada uno. Un lugar, pues, donde la ensoñación ha permitido unas experiencias literarias como las recogidas en La mar de relatos. Dejarse fluir por el espectáculo de su visión, donde siempre se ve el mar, puede aportar un sentido importante a nuestras vidas en el momento que la visitamos. Porque, como decía el filósofo francés Jean-Jacques Rousseau en Las ensoñaciones del paseante solitario (1776-1778), cuando vivió la experiencia de refugiarse de la persecución ideológica que sufrió en la isla de San Pedro, en el lago de Bienne de Suiza, “en esta isla, solo, sin otra distracción que la naturaleza, descubrí que la verdadera felicidad estaba en mí mismo”. Porque el bienestar de cada uno de nosotros no necesita muchas veces de grandes acciones, sino simplemente conectar con espacios libres de expresión donde cada ola de nuestro mar nos remite a la felicidad de nuestra infancia o de nuestros momentos de armonía con el entorno. Vivamos Tabarca, desde la literatura, y respetemos su fragilidad en cada momento que la visitemos.
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