Hoy estoy contenta. Ha sido un buen día. Me levanté a las siete de la mañana, apenas sonó el despertador de mi esposo, hice callar el aparato inmediatamente y salí sigilosa de la cama para no despertarlo. Luego fui a la cocina, puse la cafetera, exprimí unas naranjas y tosté el pan, como a él le gusta. Solo entonces me acerqué a su lado y con suaves toques lo fui despertando. Me correspondió con un gruñido, un pedo y una mirada aviesa entre sus ojos medio cerrados. No se lo tengo en cuenta, a su manera sé que me está dando las gracias.
Apenas marchó a trabajar comencé mi rutina diaria, con el tiempo justo de tomar un café frío y el zumo que él no se había terminado. Limpié la casa, planché sus camisas y quité el polvo. En la vitrina, la foto de nuestra boda, ¡quince años ya! Y se nos ve tan jóvenes, tan guapos y felices… que si no fuera por el moratón de la mejilla, que apenas el maquillaje pudo tapar, se diría que somos la pareja perfecta. Ese día supe que tendría que esforzarme más para ser una buena esposa. Miro el reloj y sus manecillas me indican que él está a punto de regresar. Quiero que esté todo como a él le gusta.
Oigo la llave en la cerradura y a mi esposo que me saluda desde la puerta:
—¡Ya estoy aquí! ¿Está la comida puesta?
Salgo a su encuentro y le saludo con un beso en los labios, y él retira la cara enfurruñado. Parece que hoy fue mal en el trabajo. Lo siento, sé que se sacrifica para que no nos falte de nada.
Se sienta a la mesa y corro apresurada y en silencio a ponerle la comida. No quiero empeorar más su día. Toma una cucharada y escupe el contenido en el suelo.
—¡Está frío y soso! ¡Arréglalo! —grita.
Doy un respingo y me pongo alerta, pero sé que tiene razón. Él siempre la tiene. Pongo una mueca que quiere ser sonrisa y llevo el plato a la cocina. Lo caliento en el microondas y le echo sal, después cojo el bote de pimienta y con éste en la mano me quedo parada, mirando hacia el fregadero. Allí está la caja del matarratas. Lo he usado esta mañana porque ese ratoncillo travieso no se deja atrapar.
Todo sucede como en un sueño.
Le llevo la comida de nuevo a mi marido, que sin dar las gracias empieza a engullir el contenido.
—¿Está mejor cariño? —le pregunto.
—¡Eres una inútil! Nunca te sale bien a la primera —contesta.
Pero en el plato apenas queda nada. Yo sonrío con ternura desde mi rincón, esperando como cada día a que él termine. De pronto, comienza a toser escupiendo restos del guiso. Bebe agua y sigue tosiendo. Su cara se pone pálida. Y yo sigo sonriendo desde mi esquina. Él tose más fuerte, se retuerce y cae al suelo. Me mira asustado y sorprendido porque no me muevo. Y entonces parece comprender y el terror se asoma a sus ojos. De su boca mana espuma y restos de comida, mientras sus manos van al cuello por el que apenas pasa aire. Su color se vuelve morado. Desespera. Llora. Convulsiona. Y por fin calla y se queda quieto.
Me acerco al teléfono y marco el 112.
Y ahora, mientras miro por la ventanilla del coche policial como sacan los restos de mi marido en una camilla, con las manos esposadas a la espalda, sigo sonriendo tranquila y callada, como a él le gusta, mientras pienso:
—Sí, hoy fue un buen día.
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