Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Narrativa

Soy Mad, un perro abandonado

A closeup shot of a cute sitting golden retriever puppy isolated on a white background

Soy Mad uno de los doscientos mil perros abandonados en el periodo estival. Soy un golden de algo más de un año que ya ha pasado por alguna protectora y más de una familia puente, que no siempre son ideales.

Todo empezó una mañana de primeros de agosto cuando subí a un Seat Ibiza destartalado que utilizaba la familia para ir al monte. Cada domingo tocaba pasar la mañana recorriendo algunos senderos ya conocidos y buscar la emoción, la adrenalina como suele ocurrir, descubriendo cosas nuevas, senderos nuevos, aunque no fueran de gloria. En ocasiones esos caminos te brindaban la oportunidad de disfrutar de la luz de un horizonte tan azul como el Mediterráneo.

Sin embargo, esa mañana de inicios de agosto todo se convirtió en una jodida pesadilla. De aquel nefasto recuerdo ya ha pasado algo más de un año y todavía no entiendo, no sé, porqué me dejaron allí abandonado a varios kilómetros de cualquier núcleo de viviendas y con unas temperaturas que se podía freír un huevo sin necesidad de romperlo o utilizar aceite de oliva, que tal y como se han puesto las cosas, no es ni moco de pavo, ni grano de anís, ni bocadillo de lomo fresco o calamares, que también se han vuelto un tanto inaccesibles.

Fotografía de Boa Hoang Huy (Fuente: Wikimedia).

Más tarde, si no me atropella un coche o acabo en una de esas perreras donde te dejan seco, os contaré todo al detalle. Porque los detalles son muy importantes en cualquier historia pero, mientras tanto, quédense con un pequeño dato: doscientos mil perros abandonados a su suerte por doscientas mil familias a las que colmaron de felicidad varios meses, tal vez desde la última Navidad, desde el último cumpleaños de Anita o Nacho que se encapricharon de un hocico con tres lunares, aunque no fuera un dálmata.

Y voy concluyendo por hoy con esa frase inicial de Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen, pero las desgraciadas lo son cada una a su modo”. Bueno, soy Mad, un perro abandonado, y puede que la frase de Ana no sea exactamente así, pero con todo lo que me ha pasado en algo más de un año y teniendo en cuenta que soy un perro muy jovencito, no está nada mal.

Lo iba a dejar aquí e irme a dormir, pero la tristeza mezclada con las pesadillas de las últimas noches, el calor sofocante de tanta jaula junta y el sonido callado de tanto compañero llorando, me perturban de tal manera que solo me queda la salida de la escritura.

(Fuente: Freepik).

De los recuerdos de cómo llegué hasta aquí solo conservo algunas escenas, algunas notas musicales como de película de terror y la lluvia, mucha lluvia, y ya sé que parece raro en esta parte de la geografía española, pero en ocasiones confluyen en un momento determinado varios elementos y construyen una especie de tormenta perfecta, como la película homónima interpretada en su papel principal por George Clooney en la que todos los tripulantes del barco pesquero Andrea Gail mueren ahogados entre huracanes y olas gigantescas. Si, ya sé que acabo de hacer uno de esos spoilers que te destrozan las ganas de ver la película, pero considerando que han pasado veintitrés años de su estreno, me tomo esa licencia.

Volviendo a lo que quería contar sobre mí, estuve con mi madre, o eso me han contado y yo les creo, las primeras siete u ocho semanas de vida. Jugaba con mis hermanitos Pancho, Pati, Glen, Ford, Harpo y Eddy y de los otros dos o tres no recuerdo sus nombres. Jugábamos con diminutos muñecos y alguna pelota del tamaño del pin pon.

Fotografía de Gandydancer (Fuente. Wikimedia).

Todo iba como miel sobre hojuelas hasta que una mañana muy temprano, deberían ser las seis y media o algo así, mientras llovía —no voy a decir a raudales ni a cántaros porque ya está muy desgastado, llovía como si la mitad del agua del Amazonas se hubiera convertido en nubes—, sonó el timbre de la puerta y un chico de unos treinta años, vestido de taxista y que estaba al límite de su horario, debía cumplir con un encargo. La dueña y propietaria de la casa había colgado las fotografías de todos nosotros en las redes sociales y uno de tantos usuarios había pagado por mí trescientos euros. En otros tiempos no tan lejanos la cifra hubiera sido sin duda más abultada, pero la economía española estaba por los suelos y arrastrándose junto a todo tipo de insectos, ratas y todo eso.

El caso es que doña Angustias me despegó de los brazos de mi mamá con menos delicadeza que un tiburón blanco caza a una de esas foquitas tan graciosas, me metió en una pequeña caja repleta de papel de periódico atrasado y Sergio, el chico que vestía de taxista, me hizo un hueco en su chubasquero hasta el taxi.

Y así empieza lo malo. No tendrá un final feliz. Los finales a menudo no son felices, de otro modo no serían probablemente finales, pero eso es otra historia.

Pablo Guillén

Pablo Guillén empezó a escribir hace algunos años. Un poco para escapar de la rutina de un trabajo que sólo le aportaba un salario. Nada más. Publicó durante algunos años artículos de opinión en un diario local y también participó en algunos encuentros literarios concursando y formando parte en distintas publicaciones.
Tiene tres libros de relatos publicados: “Sombras de luz y niebla”, “Reflejos frente al espejo” y “Lanzarse al vacío y otros relatos”.
Además, tiene el cajón repleto de historias que empujan cada día por nacer, pero la situación actual no es la mejor y como todo el mundo sabe, el dinero no crece por más que riegues esa jodida planta.
Actualmente está inmerso en un nuevo trabajo, sin duda más ambicioso y extenso: su primera novela, aunque declara sin tapujos que se mueve mejor en el mundo de los relatos y puede que le pase un poco como a Oscar Wilde, que sólo escribió una novela, “El retrato de Dorian Gray”.

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