Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Opinión

Siempre acudimos al espejo

Fotografía: Peter H. (Fuente: Pixabay).

Son casi las cuatro de la madrugada. Voy a ducharme y quitarme la barba. Creo que es solo una excusa para mirarme al espejo y ver de verdad de una vez quién soy a estas alturas de los cincuenta pasados un rato. Todo lo que he sacado en claro y mucho de lo que ni a duras penas tengo claro. Todo está por ahí rondando entre una página y otra, entre un reflejo frente al espejo y otro. Cuando estamos tristes y nos miramos en él. Cuando estamos alegres o cuando estamos de cualquier modo. Siempre acudimos al espejo para vernos un poquito por dentro, para vernos quizá demasiado por fuera.

Yo he tenido incluso momentos de no tener espejo y es cuando de verdad te pierdes y no sabes muy bien qué pintas en todo este asunto al que llamamos vida.

Hoy, colocando el espejo en su lugar, destapo algunos de sus reflejos y los comparto con todos ustedes.

El reloj de arena del ya viejo año muy pronto se quedará sin cuerda. Pero antes, en esa nebulosa de festejos navideños, todavía habrá tiempo para compilar todos los días y meses del calendario y hacer un resumen, sacar un gráfico o incluso un exiguo extracto de nuestras huellas en ese caminar por la arena de la vieja y entrañable playa de la nostalgia.

Por un lado, lamentablemente –no, creo que quiero decir afortunadamente– parece que la Navidad es casi como un laboratorio de posibilidades humanas donde el paisaje puede ser exuberante y desértico a la vez. Algo se remueve en nuestro interior y casi sentimos la necesidad de desnudarnos ante los demás comensales a la mesa. Por una vez derribamos el grueso muro de la autosuficiencia y mostramos nuestro perfil algo contrito y dejamos de soslayar las reverberaciones del pasado, que hasta hace un rato, y en medio de la tertulia, no sabías que eso también era la nostalgia.

Fotografía: Steve Buissinne (Fuente: Pixabay).

Por otro, parece que sale de la estación el tren de las compras desenfrenadas (a pesar de la crisis), gigantescos comercios repletos de profusos clientes ávidos de consumo para driblar probablemente el avinagrado desastre económico, social y político, reiteradas veces rubricado por el gobierno que es gobernado. Un país que huele a insecticida, sudor y hasta restos de vómito. Sí, ya sabemos de los crueles golpes que nos asesta la vida y de que lo que queremos y lo que conseguimos rara vez es lo mismo, y por ello hay gente que se tira por la ventana, que el metro está inundado de excrementos humanos, las azoteas cerradas a cal y canto y los parques y bancos ya no tienen su encanto. Miles de personas salen a la humedad de la calle sin sol y hasta sufren de hambre y de afasia.

Pero, ninguna, ninguna –¿cuál es la palabra que estoy buscando?– de estas huellas puede alejar la Navidad.

Una Navidad que se asoma por la ventana en una noche helada y que tiene cuatro patas y se llama Bugbutt.

La ventana ahumada y gélida de la noche dejaba filtrarse la esperanza entre el alféizar y los arrobiñados goznes del tiempo. Al otro lado de la casa, una chimenea que hacia arrebujarse a su lado a Lidia y a Pablito, mientras, junto a sus padres, terminaban de vestir ese fabuloso icono, “el árbol de Navidad“.

Fotografía: Jonathan Borba (Fuente: Unsplash).

Al otro lado de la realidad, Bugbutt casi famélico y con más tristeza que frio, que ya es mucho decir, recordaba al menos una Navidad en el calor del hogar, aunque todo se derrumbó cuando dejó de ser un precioso cachorrito.

—Amada, si no te ocupas de Bugbutt —le dijo su madre.

—Mamá, yo solo quiero jugar, además estoy cansada de sacar a Bugbutt a pasear, a cagar y todo eso…

Hasta que en un malhadado día se tropezó con la ventana oscura y ahora más fría del coche y fue lo último que Bugbutt recuerda antes de caer en el angosto arroyo del olvido, de la estadística atrincherada que únicamente sale a la palestra cuando la arenga así lo requiere.

Aquellos días grises de sobrevivir entre ratas, excrementos y túneles, que siempre huelen como si alguien hubiera estado allí meando, era lo único que lo separaba del gélido invierno, tan gélido que parecía un enorme depósito de cadáveres.

Sin embargo, una de esas tímidas estrellas de Navidad quiso que el albergue de animales, perros y gatos de Alicante lo acogiera en su regazo.

Y aunque el tren de la esperanza comenzaba a entrar en la estación y la película casi llegaba a su fin, dejó entreabierto aquella imagen del árbol con Lidia y Pablito recogiendo una cajita de regalo con una nota, a los pies de las disfrazadas raíces: “Bugbutt nosotros siempre te querremos“.

Bugbutt nunca supo cómo aquellos tiernos niños supieron su nombre, pero eso, eso es otra historia.

Empieza a vestirse el año de traje largo, frac y hasta esmoquin. La Navidad se cuela por las chimeneas de la imaginación y de la esperanza. Tiene como casi todo dos lados. Algunos solo ven la Navidad como instrumento de consumo y hasta puede que lo sea. Otros como una nueva oportunidad de mejorar, de conocerse a sí mismo.

Yo me quedo con el lado bueno. Ustedes hagan como todos los años. O mejor aún, hagan como este año. La Navidad siempre viaja con la esperanza por más nieve que se vea.

Pablo Guillén

Pablo Guillén empezó a escribir hace algunos años. Un poco para escapar de la rutina de un trabajo que sólo le aportaba un salario. Nada más. Publicó durante algunos años artículos de opinión en un diario local y también participó en algunos encuentros literarios concursando y formando parte en distintas publicaciones.
Tiene tres libros de relatos publicados: “Sombras de luz y niebla”, “Reflejos frente al espejo” y “Lanzarse al vacío y otros relatos”.
Además, tiene el cajón repleto de historias que empujan cada día por nacer, pero la situación actual no es la mejor y como todo el mundo sabe, el dinero no crece por más que riegues esa jodida planta.
Actualmente está inmerso en un nuevo trabajo, sin duda más ambicioso y extenso: su primera novela, aunque declara sin tapujos que se mueve mejor en el mundo de los relatos y puede que le pase un poco como a Oscar Wilde, que sólo escribió una novela, “El retrato de Dorian Gray”.

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