La única revolución pendiente es la del hombre consigo mismo.
La velocidad de los cambios tecnológicos, las amenazas de una guerra mundial, la falta de líderes confiables, la interconexión global, el cambio climático y los movimientos migratorios, entre otras furias desatadas contra el hombre, han creado un entorno de complejidad sin precedentes. Vivimos una era que precisa con urgencia de un sentimiento crítico de la sociedad, ajena a cuanto sucede a su alrededor, irresponsablemente ausente de cuanto ocurre en el mundo. Tal vez en España, y en Europa, ese aspecto de alienación global sea más evidente que en otros lugares. Parece que nada nos concierne. Y, sin embargo, el hombre está, más que nunca, a merced de esas furias.
Me atrevo a compendiar cuanto sucede en una carencia absoluta del concepto de crítica en el individuo. Carencia que se manifiesta en la calle, en los talantes cotidianos, en la prioridad que se da a temas que, en realidad, no comportan vulnerar los desequilibrios actuales del sistema.
Bastaría con admitir la salida al escenario de un hombre, poderoso, como Donald Trump, para entender que todo se tambalea a nuestro alrededor. Su estrafalaria y cáustica presencia en el escenario mundial se admite como una bufonada más de un personaje histriónico y paranoico. Nos hemos acostumbrado a reírnos de lo más serio. A ser impasibles ante el drama. Hemos creído tanto en los “papás Estado”, que no sabemos lo que hacer con ellos cuando sus incapacidades las traducimos en insultos sin importancia.
El caso de Trump es solo un ejemplo paradigmático. Eso sí, parece haber despertado de la modorra universal a no pocos millones de ciudadanos. Un ejemplo que, aún sirviendo para explicar cuanto ocurre, o encender las luces apagadas de muchas de nuestras neuronas, vendría muy bien para iluminar las zonas oscuras a las que no llega la crítica. Zonas, aspectos, cuestiones, que, en el supuesto de ser detectados por la razón, demostrarían al individuo que nos encontramos ante el mayor reto de la humanidad en sus miles de años de historia.
Ha llegado el momento de pasar de la teoría a la práctica. Hacer de la crítica el elemento impulsor de las alertas encendidas. Afrontar las dificultades existentes para distinguir la verdad de la manipulación; admitir que las soluciones simplistas de la clase política no son efectivas; que las redes sociales priorizan el acceso a la búsqueda de la verdad; que la sobrecarga informativa dificulta discernir sobre lo relevante; que nuestra escala de valores sufre una brutal distorsión; que las nuevas tecnologías permiten confundir lo falso con lo real.

La amenaza de una guerra mundial con resultados devastadores es real. El problema no se reduce a una cuestión de rearme sí o rearme no. Por supuesto que hace falta. Mucho más importante que el simplismo sobre rearme es la manipulación que los gobiernos hacen de las tecnologías avanzadas, del negocio entre bastidores. Es ahí donde debe ejercerse la crítica. La unidad de una Europa rearmada es la mayor garantía de la paz.
El ciudadano de a pie no tiene conciencia de la gravedad de la situación. Como decía Ortega en su Rebelión de las Masas, el hombre protesta ante la obra cubista de un genio porque no la entiende, no porque sea un experto en arte y rechace la originalidad del genio. Lo único que puede aseverarse, ahora, es que el ciudadano no entiende lo que sucede y se inhibe ante el mundo que arde por los cuatro costados sin saber el origen del fuego.
La conciencia crítica adquiere en nuestros días un valor inestimable. Todo resulta diferente, y probablemente lo sea. Si fuera así, lo sería más por la indiferencia del ciudadano que por la realidad de lo que observa. Dicho de otra manera: lo grave no es cuanto sucede a nuestro alrededor sino la inexistencia de criterios que juzguen con libertad.
Acostumbrados a la irracionalidad, a lo brutal, a la barbarie, a la tragedia, nos hemos convertido en seres ambiguos e incapaces de afrontar lo real desde la sensatez. Carecemos de los criterios que diferencian las payasadas del Trump de turno —y hay muchos— del auténtico hombre que se gana la vida en un circo. Y así, nos hundimos en el pozo de la alienación que hemos cavado nosotros mismos. A base de sembrar desconfianzas en todo lo que nos rodea, estamos a un paso de perder el único valor que nos acredita como seres humanos: nuestra capacidad de discernir libremente. El espíritu de la crítica. Sed felices, sí, pero críticos. Ser feliz también incluye ser crítico.
La complejidad del mundo en el que nos ha tocado vivir no tiene precedentes. Ese problema no se resuelve mediante resiliencias. Solo mediante reacciones críticas, valientes, agresivas. La única revolución pendiente es la del hombre consigo mismo. La revolución de la mente. Perdidos nuestros gobernantes en ese bucle insaciable que los idiotiza, aún cabe la esperanza de que regrese el hombre tal como es, recargado de valores olvidados, de barricadas críticas, de desafíos mentales productivos.
No podemos esperar segundas oportunidades, nuevas elecciones, cambios de dudosas orientaciones. Ni abandonarnos a un nihilismo existencialista que solo conduce a la insensatez del suicidio. Solo la capacidad crítica —no intelectualidad crítica— permitirá que podamos navegar con las velas desplegadas en un mundo tan complejo. En nuestros días, solo ella nos permitirá sobrevivir en un planeta que parece haber desatado todas sus furias contra el ser humano. Sólo un renacido sentimiento crítico nos otorgará la fuerza que pueda vencer a esas furias.
Manolo, la capacidad crítica se conforma en el interior del hombre cargado de principios, el hombre que busca y encuentra su libertad en la verdad. He descubierto el profundo pensamiento de Benedicto XVI cuando dijo que nos ha invadido un relativismo ético que es peor que el nazismo y el comunismo. Me ha encantado tu artículo. Un abrazo.