Saber enterrar bien no debe ser nada fácil. Un país que entierra bien a sus muertos es muy posible que esté en disposición de tratar mejor a sus vivos. Y al contrario. Un país, una sociedad que, como nosotros ahora con Almudena Grandes, como tantas veces sucede, entierra mal, esconde a sus fallecidos, les niega reconocimientos, es, también y posiblemente, un signo de inseguridad y de graves dificultades para reconocer al otro. Es, seguramente, un país gobernado por mediocres.
Es en estas cosas en las que andaba uno cavilando estos días a propósito del fallecimiento de la escritora madrileña Almudena Grandes y los lamentables hechos que se sucedieron a continuación. ¿Por qué enterramos tan mal tantas veces a nuestros mejores hombres y mujeres? ¿Por qué hay tantas reticencias a reconocer méritos y esfuerzo? ¿Por qué el insulto? ¿Por qué…?
Sabemos que hay culturas como la nuestra que tienen tendencia a esconder a sus fallecidos. Es como si existiese una vergüenza íntima, un miedo atávico y una necesidad de ocultamiento. De ahí los altos muros con los que muchas veces se separa el mundo de los vivos del mundo de los muertos. Sus cementerios, como también sabemos, suelen estar mayormente fuera de las ciudades, alejados de los centros urbanos, sitios a los que hay-que-ir con el propósito bien definido y, por consiguiente, por donde casi nunca se pasa.
Frente a esta cultura oscurantista del silenciamiento y el ocultamiento, hay otras sociedades que parecen llevarse mejor con la muerte. Y, consecuencia de ello, muchos de sus cementerios forman parte del paisaje urbano, están integrados en la cotidianeidad de la vida, hasta el punto de que, a veces, parecen parques, jardines, que invitan al paseo y al recreo. Vas caminando por sus ciudades y te das con ellos de frente, casi sin querer. A ellos, casi nunca hay que ir porque ya están ahí: Boston, Chicago, Nueva York, incluso París…
Fue en un primer viaje a EE. UU. cuando fui plenamente consciente de esta doble circunstancia, no sin sentir una extraña perturbación y un cierto escalofrío al ver de cerca esta otra forma de afrontar la muerte, ese cierto exhibicionismo, aunque, claro, mucho antes el cine ya nos había acercado esas mismas imágenes sin que uno hubiese sido plenamente consciente de ello.
Es en esa malsana tradición de denigrar a los vivos y esconder a los muertos extramuros de la ciudad, donde quizás habría que inscribir el deleznable tuit de quita y pon en la cuenta oficial de Vox de Vicálvaro –Con odio has vivido, con odio has muerto– dedicado a Almudena Grandes justo horas después de que se conociese la muerte de la gran escritora madrileña, víctima de un cáncer. No solo la temían en viva, si no que, aún caliente su cadáver, ya se levantaban preventivamente los muros de la intransigencia que, de una u otra manera, impidiesen su cercanía, su apertura de puertas.
Pero si lo de Vox fue un exceso, una canallada en el pleno sentido de la palabra, un acto vil y deleznable si es que decidimos llamar a las cosas por su nombre, el bochornoso capítulo de lo sucedido en el Ayuntamiento y en la Comunidad de Madrid fue, si cabe, mucho más grave y deja varias víctimas por el camino. Una, aunque no la principal y sobre la que quizás no se ha comentado suficiente, fueron las prisas de los proponentes de reconocimientos y homenajes varios a la fallecida lanzados desde la izquierda. Su exceso de celo, su excesivo protagonismo, no presagiaban ya nada bueno. Solo había que esperar el desenlace para confirmar lo peor.
Puedes discutir –hasta cierto punto, solo hasta cierto punto– si la fallecida es o no merecedora del título de Hija Predilecta de la villa, pero más allá de ello, especialmente tristes y bochornosos fueron los silencios oficiales en las horas que siguieron al fallecimiento por parte del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid, como lo fueron la negativa en pleno de PP y Ciudadanos para que la próxima biblioteca que se inaugure en la ciudad de Madrid lleve su nombre. ¿Si ni siquiera una biblioteca pública por inaugurar merece llevar el nombre de una de sus más insignes escritoras de los últimos 30-40 años, de qué estamos hablando aquí? ¿Qué mensaje se pretende lanzar con tan mezquina decisión? ¿Por qué condenar su recuerdo extramuros de la ciudad habitada?
Casualidades del destino, mientras aquí derechas e izquierdas andaban a gritos, a insultos, estirajando la herencia intelectual y la memoria de Almudena Grandes, un vecino nuestro, Francia, y en un acto solemne presidido por el presidente de la República, Emmanuel Macron, elevaba al Panteón de los Hombres y Mujeres Ilustres a Joséphine Baker, la primera mujer afroamericana que logra tal reconocimiento. Baker, que no nació en Francia pero que siempre se declaró francesa, que fue espía de la resistencia francesa contra la Alemania nazi, que fue activista por los derechos de las personas afroamericanas, pero que, sobre todo, fue una gran bailarina, ha sido colocaba en el mismo pedestal que ocupan nombres como Marie Curie, Voltaire, Rousseau, Marat, Victor Hugo Émile Zola, Jean Jaurès, Jean Moulin, Louis Braille, Jean Monnet y Soufflot. Y todo, sin que apenas una brizna de discordia empañe el acto y el reconocimiento.
Alguna vez he oído, o leído, no recuerdo bien, que una de las peores caras de un país aflora justo en el momento de enterrar a sus muertos, en la forma que tiene de recordarlos, de resguardar su memoria. El Ayuntamiento de Madrid ya mostró de lo que es capaz al ordenar el borrado de los versos de Miguel Hernández en el memorial a las víctimas de la guerra civil del cementerio de La Almudena. Lo de ahora con Grandes sería, desgraciadamente, solo una muesca más en el mismo macabro serial. Otro paso más en esa deriva donde, a veces, se hace tan difícil delimitar el trato que damos a los vivos del que damos a los muertos, y que nos revela desnuda esa gran dificultad que seguimos teniendo para saber enterrar (bien) a nuestros mejores hombres y mujeres, como sin duda lo fue Almudena Grandes.
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