Los barrios de ciertas urbes se han convertido en campo de batalla entre sus habitantes y multinacionales como Deliveroo o Bolt, surgidas al calor de la web 2.0 y los smartphones, y que, consagradas a la denominada “economía colaborativa extractiva de plataforma”, buscan el beneficio rápido sin reparar en el entorno donde se ubican. Para tales firmas, una calle de Singapur, São Paulo, Milwaukee o Nimes son equivalentes al considerarlas un teatro de operaciones sin alma regido por las leyes del mercado. Y a pesar de que las ciudades son excelentes nodos de intercambio de productos y servicios, reducirlas a dicho papel ha supuesto a estas mercantiles encontrarse con una oposición vecinal imprevista que en España posee dos ejemplos ligados al turismo de masas.
El primero, la cruzada en Barcelona contra los pisos vacacionales de alquiler entre particulares ofertados a través de compañías como Airbnb y que son fuente constante de problemas de convivencia por el trasiego e incivismo de numerosos viajeros, además de favorecer dinámicas gentrificadoras que expulsan de sus hogares a los autóctonos de menor renta. El segundo, el clamor en varios distritos de Madrid ante las “cocinas fantasma”, asimismo llamadas “dark kitchens” o “cook rooms”, que preparan los menús de restaurantes virtuales —es decir, sin local— disponibles en aplicaciones como Just Eat, al emplazarse en los bajos de edificios de viviendas y exhibir los inconvenientes propios de las industrias: elevado riesgo de incendios, emisión de olores desagradables mediante aparatosas chimeneas, caótica circulación de repartidores que entorpece el disfrute de la vía pública con seguridad…
Las movilizaciones vecinales no se hicieron esperar. En la Ciudad Condal se abordó desde el asociacionismo presente en la genética de la localidad, mientras que en la Villa y Corte a título individual o de las comunidades de propietarios y educativas para, con inmediata posterioridad, proceder igualmente a la organización colectiva. Los damnificados por los apartamentos turísticos exigieron soluciones al receptivo Ayuntamiento —al menos, en estos asuntos— de Ada Colau. Los de las dark kitchens, a los tribunales y al reticente Ejecutivo de José Luis Martínez-Almeida. Y tanto unos como otros se manifestaron y acudieron a la prensa, protagonizando noticias y reportajes.
¿Las reacciones de las empresas? Torpes, al ignorar el capital social existente allá donde se implantaron. El silencio, las medidas superficiales o la insistencia sobre el presunto cumplimiento de la normativa vigente, en boca de portavoces en remotas oficinas acristaladas, enconó los ánimos al percibirse como una renuncia al diálogo con los residentes, un paso que eludieron aun sabiéndose negocios altamente polémicos. De hecho, continúan sin comprender porqué deberían reunirse con ellos a estas alturas, si cuando desembarcaron omitieron cualquier acción encaminada a la escucha, constituyendo un error garrafal desde el punto de vista de la comunicación estratégica al creer que con el dinero para desarrollar la idea y la mínima burocracia (a veces, ni eso) ya bastaba.
Pero es que nadie desea celebraciones etílicas a diario en la puerta de al lado o el patio del colegio de sus hijos anegado por nauseabundas fragancias, ni tampoco el sonido de las trolley a medianoche o la acumulación descontrolada de residuos orgánicos frente al portal; unas molestias que podrían solventarse si las antaño start-ups reconocieran el espacio público no a modo de parqué para sus transacciones, sino de compleja realidad en la que irrumpen, llegando las últimas con feas costumbres como la explotación laboral, la competencia desleal, la ingeniería fiscal o la cerrazón sistemática a entablar relaciones con la comunidad. No en vano, su falta de escrúpulos al no dudar en incurrir en ilegalidades —véanse los “Uber Files”— hacen que los paralelismos de la economía colaborativa de tipo extractivo con los parásitos sean frecuentes.
Queda camino por recorrer, si bien las luchas vecinales dan resultados a base de empujar a las autoridades a poner coto a la impunidad de transnacionales disculpadas, en no pocas ocasiones, por la voracidad consumista y el “tecnoentusiasmo” mal entendido. La administración barcelonesa sigue afinando la vigilancia para finiquitar los inmuebles ilegales de arrendamiento temporal con, entre otros instrumentos, inspecciones o el Plan Especial Urbanístico de Alojamientos Turísticos (PEUAT). Y luego de una señalada victoria procesal, amén de la modificación del PGOU y la congelación transitoria de nuevas licencias de apertura a cook rooms por parte del Consistorio madrileño, las de mayor tamaño irán relegándose a zonas fabriles. Unas consecuencias directas padecidas por estas corporaciones fruto de dar la espalda a la población del medio físico del cual dependen, con el consiguiente desprestigio que compromete sus actividades en determinados territorios.
Por lo pronto, Airbnb prohibió a nivel global las fiestas en los domicilios que gestiona. Y en la capital, cocinas fantasma echan la persiana por la presión vecinal y legal, como la de Glovo en Arganzuela o la del chef Dani García en Tetuán. Entretanto, en diferentes lugares no aguardan a las demandas cívicas y mueven ficha para evitar los efectos colaterales de estas apps. En ese sentido, en la Costa Blanca, Elche aprobará en breve la ordenanza que limita los servicios de patinetes eléctricos compartidos a aquellos con base fija, a fin de impedir que sus titulares los planten en aceras, aparcabicis o áreas de esparcimiento a placer, sin orden ni concierto. También combatirá, junto a la Secretaría Autonómica de Turismo, los hospedajes carentes de permiso.
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