Aquella tarde del mes de octubre era verdaderamente otoñal y ya comenzaba a refrescar en la ciudad. Era sábado. Yo había salido de una de las tantas interminables guardias de hospital y de intensivos donde el descanso no se conoce y tan sólo el estrés que te condicionan te deja machacado para dos o tres días. Aquello de las cápsulas suprarrenales, que decimos entre nosotros los médicos.
El día anterior había llamado a mi amigo, paciente y maestro, preguntando por su salud. Me tuvo colgado al teléfono media hora. Tenía muchas ganas de hablar conmigo. Más de dos veces me repitió que lo tenía abandonado. Esto era más por las charretas que teníamos siempre que me tenía a mano, que por los controles médicos que le realizaba. Sin embargo yo sabía que mi estancia en la casa de aquel gran médico y amigo, tanto para él como para su esposa servía de bálsamo reparador y que lograba más efectos que los nitratos, antagonistas del calcio y demás zarandajas y «potingues» que yo me empecinaba en que tomara y que, por otra parte, sabía que en algunas ocasiones se hacía el olvidadizo y no se las tomaba. Le había prometido que al día siguiente iría a pasar la tarde con ellos. Me contestó que me esperaban y me rogó que no fuera de visita médica, sino que fuera despacio, que su esposa había preparado unas «chucherías” para tomar»… –sabía siempre por donde engancharme– y que, así mismo, él había preparado algunas reflexiones que quería comentar conmigo.
Las calles de la ciudad estaban casi desiertas; a esa hora comenzaba en la televisión uno de esos partidos de fútbol entre el Real Madrid y el Barcelona que aglutinan a todos los diablos futboleros y desatan las más absurdas pasiones que puedan pensarse. Algunas personas, principalmente mujeres, iban de un lado para otro, buscando algún cine o el cobijo de una cafetería, o quién sabe qué otras cosas.
Llegué a casa de mi maestro (así lo llamaré desde ahora) y ya me estaban aguardando; tras los efusivos saludos con los que me obsequiaron, me dijeron que me sentara… y por supuesto de inmediato apagaron la televisión. Estaban viendo un reportaje de animales de esos de los que en ocasiones ponían en la cadena segunda de televisión, que eran muy buenos y que ya no sé si los siguen emitiendo.
Tras las preguntas médicas de rigor, la toma de tensiones y pulsos, la realización de electrocardiogramas con ese bendito portátil que tanto me ha ayudado en mi carrera y que tan buenos oficios me ha hecho, volvimos a sentarnos en aquella «mesa camilla”… y yo saqué mi bloc de notas para la toma de apuntes.
—Bien, y ahora –dije yo– ¿qué era eso tan importante que me tenía usted que contar?
Con la parsimonia que le caracterizaba, y con la lucidez de los años vividos en el «oficio” de médico y con su bagaje de cosas aprendidas, pocas veces dichas, y por supuesto nunca escritas, comenzó a decirme:
—Tú sabes, porque me consta que sigues leyendo a los clásicos que han escrito sobre el tema, y así mismo que te interesas por todo lo que se publica sobre moral médica y por aquellas cosas que tú llamas de la ética y demás, de la sociedad de los médicos y de los pacientes, y que no es más,que lo que quieres esconder por la importancia que ello tiene; que a mí en estos últimos años del ejercicio de la profesión, y ya que no podía hacer grandes cosas en las técnicas médicas que vosotros manejáis o incidir en la fisiopatología de mis pacientes, me comenzó a interesar lo que ahora habéis dado por llamar bioética, y te puedo decir que aunque yo ya no lo veré, va a ser la asignatura del siglo que viene. Tú que sí que lo veras, observarás cuando llegue, que así es.
—Pues bien –continuaba mi maestro–, si hace un tiempo te hablaba de lo que un paciente tiene que saber y cómo ha de comportarse ante el médico o el profesional sanitario que lo atiende, hoy te quiero hablar, o mejor dicho, expresar en unos puntos más o menos concretos, a mi modo de entender, lo que el médico tiene que saber respecto al o a los pacientes a los que ha de tratar. Como sabes, son apuntes y reflexiones que he ido realizando a lo largo de mi vida y que día a día he sacado del ejercicio de la profesión.
—Bien es verdad –seguía explicando mi maestro–que cada día os van a medir con más rectitud en los tratamientos que hagáis o en el trato que deis a los pacientes, por aquello de valorar más la medicina como ciencia que como arte… Que para mí, como tú bien sabes, si pusiera en una balanza, la ciencia y el arte en la manera de tratar a un paciente, en primer lugar, lo que no olvidaría es que ante mí tengo a un ser humano con un «alma» y un «cuerpo», y que si tengo que medir, pesar, valorar y organizar su parte finita-cuerpo, «su materia», sin lugar a dudas que emplearé la ciencia, pero si al mismo tiempo tengo que atender a su «espíritu-alma» y al tiempo conjugar ambas dos entidades, cuerpo-espíritu, ¿no es igual de cierto que tendré que emplear arte y ciencia?, digo yo. Es decir, pondría las partes iguales, arte y ciencia, pero incluso, si me empujas un poco, me pondría de parte del arte, inconmensurable, hermoso, prodigioso, creativo, propio y al mismo tiempo personal; y dejaría en un segundo lugar la ciencia, mediática siempre, matemática, incapaz de comprender los sentimientos. Ya sé –y no me mires con esos ojos de espanto como lo estás haciendo– que alguien ha dicho por ahí [1] [2] que la medicina no es ni «arte ni ciencia» terciando en el concepto que hasta ahora veníamos teniendo, de que la medicina era «el arte y la ciencia de curar», pero que tampoco nos descubren nada nuevo, antes bien, me concretan en los criterios que vengo teniendo y exponiéndote, cuando dicen que «es una disciplina empírica, basada en métodos diagnósticos y terapéuticos complementados por la tecnología, es decir, por los logros de la ciencia», pues con ello, sigo y seguiré diciendo que la medicina es el arte y la ciencia de curar. Arte igual a empirismo y ciencia igual a tecnología. Estamos en el mismo sitio y no filosofemos más.
Se cansaba, le entraba una ligera disnea de esfuerzo al hablar; sus yugulares se ingurgitaban un poco más de la cuenta, pero él seguía y seguía explicándome, como si supiera que el tiempo se le acababa por momentos. Tenía que decirme cuantas más cosas mejor. Para mí todo lo que me contaba mi amigo, mi maestro, suponía, unas veces, conocimientos por estrenar, otras, conceptos corrientes, cotidianos a los que yo no había dado importancia hasta entonces, pero que eran la experiencia de aquel gran hombre, por supuesto, y que a partir de entonces tendría que empezar a valorarlos. El me lo había captado y lo sabía.
—Como te vengo diciendo, se os va a juzgar «más corto» a todos los médicos por vuestros comportamientos y formas de actuar ante el paciente. Por ello, yo te querría dar estos consejos, si me lo permites, con el fin de que seas prudente en tus actuaciones. Los tengo por aquí escritos, o al menos las ideas de lo que voy a decirte –y rebuscaba en una carpetita azul, ennegrecida por el tiempo y donde entre el revoltijo de los análisis, de facturas inservibles, apuntes de múltiples y variadas cosas, buscaba «sus recetas», recetas que ya no empleaba y que le servían para eso, para apuntar sus reflexiones y otras cosas más–. Aquí están, escucha:
Primer consejo
—Cuando veas a un paciente, trátalo con cariño, con respeto, –con cierto paternalismo–, y digo paternalismo sin quitar ni un ápice a lo que la palabra significa en sí, a pesar de que últimamente hayáis y estéis minusvalorándola, incluso diría yo desprestigiándola en la profesión médica, como si el tratar al paciente en esos momentos del acto médico, con lo que de superior tiene el médico respecto al paciente en ese acto y solamente en él, que es en lo que estamos, supusiera un avasallamiento o un menosprecio a la cultura, autonomía, personalidad del paciente. En absoluto, y en líneas generales, –siempre, claro, las excepciones confirman las reglas–, piensa que los pacientes están lo suficientemente enfermos y su capacidad de juicio o su voluntad se encuentra en ocasiones, tan afectada, como para que sean capaces de captar información importante sobre su caso; por eso es frecuente que no se encuentren en condiciones de tomar decisiones cuidadosamente razonadas sobre el tratamiento o respecto a su enfermedad. La lógica de esta postura, para mí –¿qué quieres que te diga, hijo?– está muy clara.
Y a mí en aquellos momentos de su monólogo sí que me gustaba que me tratara con paternalismo. Pues, ¿habrá un acto más bonito, real, caritativo, comprensivo –incluso pudiendo resultar posteriormente fallido o equívoco– que el consejo de un padre responsable hacia un hijo? Y continuaba:
—No debes olvidar que la obligación primera del médico es actuar en los mejores intereses del paciente tal y como los entiende la medicina. Por lo tanto no se deja ningún papel significativo a las demandas del modelo de autonomía, que siempre debemos respetar en el paciente, aunque ya sé que con estas formas, no sé cómo decirte, si a lo mejor o a lo peor, estamos sobreponiendo el principio de beneficencia; que por otra parte tampoco me parece malo sobre el principio de autonomía que acabamos de decir y si inclusive, así fuera, no retiro ni un ápice de lo anteriormente dicho.
Segundo consejo
—Yo diría que es el consejo de la información y de las explicaciones al paciente sobre su enfermedad, sus pruebas exploratorias y sus tratamientos. Debes, siempre, dar las explicaciones más verídicas y reales sobre el proceso como científicamente sepas y con las palabras más inteligibles que puedas. Piensa que entre ti y el paciente ha de haber siempre una relación fiduciaria [3], que no es otra cosa que la existencia de una confianza especial con sinceridad y escrupulosidad acompañadas de buena fe, incluyéndose como requisito fundamental y primario el hecho de actuar siempre por tu parte en beneficio del paciente. Que de otra forma, y a partir del primer acto médico que realices sobre el paciente, si este está consciente y en posesión de sus cualidades físicas y mentales de poder tomar decisiones, se establecerá entre vosotros una relación contractual, mediante la que tú te debes a tu paciente y a nadie más. Las leyes sociales y positivas que actúan sobre tal relación contractual serán las que tengas que respetar siempre que no actúen contra tu conciencia y contra el principio fiduciario que antes hemos mencionado. La prudencia en las informaciones y las firmas y maneras de realizarla debe ser una constante en tu vida y en el trato con los pacientes.
Tercer consejo
—Ten cuidado a la hora de dar diagnósticos y de decir quién está y quién no está enfermo, pues no debes olvidar que la gente confunde muy fácilmente los términos de “dolencia” y de “enfermedad”, y aunque son términos casi sinónimos es útil diferenciar lo que el paciente siente (dolencia) de la existencia real de un proceso patológico (enfermedad), ya que todos nosotros sabemos que existen muchas enfermedades, incluso algunas muy graves, que a menudo son asintomáticas y que por otra parte un paciente puede encontrarse mal sin estar enfermo. Te digo esto con el fin de que no tengas mucha largueza en hacer recetas, pues no debes perder de vista que muchas medicaciones placebos no ejercen efecto alguno sobre la evolución o pronóstico de la enfermedad, pero en otras ocasiones pueden tener efectos poderosísimos sobre el fenómeno subjetivo de las dolencias, el malestar, el discomfort o el sufrimiento. El médico en sí mismo ya es un buen placebo cada vez que atiende al paciente, pues dice un proverbio chino [4] que el médico que no es capaz de poner en práctica el efecto tranquilizador y curativo en sus pacientes, debe dedicarse a especialidades como son las de enseñar, la anatomía patológica, la anestesiología, la radiología y similares, ya que si el paciente no se siente mejor después de consultar con su médico, es mejor que éste se dedique a otras cosas.
Cuarto consejo
—En los actuales momentos en que todo lo inunda la medicina y nos entra lo sanitario por todas las rendijas de la comunicación: auditiva, oral, visual, escrita, etc., agarrándose el ciudadano a ella como tabla de salvación de todos sus problemas, el médico ha de ser muy prudente, como ya te he insinuado previamente, ante el paciente simulador, pues has de saber que en los últimos tiempos –y yo que he practicado mucha medicina ambulatoria lo he podido ir comprobando y así mismo observando su aumento– me creo, sin error a equivocarme, que ha nacido lo que yo catalogo de una nueva entidad nosológica, que podríamos titularla como la del «usted dirá lo que quiera, pero yo estoy enfermo»; y es lógico que así sea ante las expectativas de los estados de bienestar que se nos predican y los mil y un subterfugios de los que podemos echar mano por el mismo hecho de haberlos aprendido desde pequeños y haberlos ido aumentando de mayores en los últimos cincuenta años. Desde pequeños nos han ido enseñando y hemos aprendido que con estar enfermo no íbamos a la escuela y nos librábamos de los pequeños deberes o trabajos que de una forma u otra teníamos que realizar y que así mismo se nos mimaba y se nos protegía… Es decir, aprendimos el “estoy enfermo y por lo tanto no puedo» [5] que posteriormente, y ya de adultos, incluso nos logra pingües resultados.
Pues bien, ten cuidado con estos simuladores-pacientes, ya que estas personas, la mayoría de las veces, como el hecho de estar enfermo permite a las gentes manipular el entorno y el ambiente en el que viven del modo que les conviene, van al médico no para mejorar, sino precisamente para seguir enfermos. Si esta persona te saca alguna etiqueta diagnóstica, y mucho más si se la das por escrito, a partir de ese momento ese documento se convertirá para ese paciente en un preciado tesoro que defenderá a toda costa contra el médico que intente decirle lo contrario.
Quinto consejo
—Y por último, y por hoy ya te he dado bastante la lata… no debes olvidar que el objetivo de la medicina no es convertir a los hombres en más virtuosos y pulcros, sino que es el de salvarlos y rescatarlos de las consecuencias de sus vicios, causantes la mayor parte de las veces de sus trastornos y enfermedades. El verdadero médico no sermonea a sus pacientes para que se arrepientan, sino que les da la absolución, que ha dicho alguien (Mencken, 1923) [6] y ya este mismo autor señaló por entonces diciendo que la «higiene», conocida hoy como “medicina preventiva», es la corrupción de la medicina por la moralidad. Es imposible encontrar a un higienista que no adultere su teoría de lo sano con otra sobre lo virtuoso, lo que entra en conflicto con lo que la medicina debiera ser. Y escucha, te leo literalmente lo que este mismo autor dice: «Observamos con claridad que el mundo lo es todo menos perfecto; que existe la injusticia así como el desorden, la tragedia y los sufrimientos de todo tipo, que la vida del hombre no es, en absoluto, una canción solemne y melodiosa. Sin embargo, en lugar de enfurecernos contra el hecho consumado o de llorar con desconsuelo o de intentar remediarlo con medios inadecuados, lo único que hacemos es alejar este pensamiento de nuestra mente, al igual que el hombre sensato aleja la idea de que el alcohol puede ser perjudicial para su hígado o de que a su esposa le sobran unos kilos. En lugar de reflexionar y sufrir con la idea, buscamos alivio persiguiendo goces que suelen ir mezclados con horrores, seleccionamos los aspectos buenos y nos esforzamos por evitar los malos. Tal es el hábito de los hombres prácticos y pecadores bajo el que descansa una firme filosofía de la vida.
Así pues, todo médico en ejercicio profesional y en contacto continuo con los pacientes no debe imponer sobre ellos sus opiniones personales sobre filosofía, sociología, moral o política; las creencias no han de distorsionar nunca la interpretación de las evidencias ni la naturaleza de los consejos médicos, pues, en caso contrario, la moralidad podría convertirse en engaño. Has de saber que la moralidad y la ciencia se tocan a veces, pero no se superponen una a la otra, y así mismo tendrás en cuenta que las premisas de la ciencia se expresan con el modo «indicativo» y que no es posible extraer de ellas conclusiones en “imperativo”, por mucha retórica que se emplee (Henri Poincaré). La ciencia estudia lo que realmente “es” y no lo que «debería ser». De tal manera que tú, que todos los días tienes en tus manos el hecho de desconectar a un paciente del respirador que le esta manteniendo la vida artificialmente, sabes bien que ello es un problema moral –y así me lo has trasmitido un montón de veces– y no es un problema científico.
Pues así mismo –y con ello quiero terminar–si por casualidad algún día tienes que tomar decisiones sobre mí en los aspectos que últimamente acabamos de enunciar, te digo que, primero, no me saques de mi casa; y segundo, déjame morir en paz y tranquilidad tanto si estoy consciente como inconsciente, con tus atenciones y las de mi esposa y nada más, pues sin lugar a dudas, como tú muchas veces me has repetido y estoy totalmente de acuerdo, los que todavía tenemos que vivir, con más o menos bríos y sabemos darle sentido a la vida, deberemos hacer esfuerzos y dedicar parte de nuestras energías a mejorar no sólo nuestra calidad de vida, sino la calidad de vida de los demás con el fin de hacerla alegre, noble, creativa y digna de ser vivida. En caso contrario, la existencia sin objetivos, sin una fe que nos provoque la ansiedad y tendencia hacia lo eterno o el amor hacia los demás o hacia el entorno de las cosas pequeñas que nos rodean, no será sino el más parasitario, prosaico, absurdo, aburrido y necio devanar de la cuerda molecular de un lúgubre reloj biológico.
—¡Gracias, hijo, por tu interés! ¡Gracias por aguantarme y aguantarnos en estas tardes que te robamos!
No sabían que para mí era un lujo escucharles.
Y así mismo, ahora cuando los recuerdo, el nudo me vuelve a la garganta… pero aquellas ideas que en algunas tardes me fueron inculcando y desgranando parsimoniosamente y con el cariño con que me las trasmitían, son como yo se las he contado.
Notas
- [1] Skranek, P.; McCormick, J., Sofismas y Desatinos en Medicina, (1992) Ed. Esp., Doima SA, Barcelona.
- [2] Black, D., An Anthology Of false Anthitheses, (1984), Rock Carlíng Monograph. Nuffield Provincial Hospitals Trust, London.
- [3] Beauchamp,TL.; McCulloug, LB., Ética Médica: Las responsabilidades murales de los médicos. (1987) Ed. Esp. Labor SA., Barcelona.
- [4] Blau, JN., Clinical and placebo, (1985), Lancet i:344.
- [5] Strabanek, P.; McCormick, J., Sofismas y Desatinos en Medicina, (1992), Edic. Doyma SA, Barcelona.
- [6] Mencken, HL., Prejudices. Third series, (1923), Jonathan Cape, London.
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Lamento haber leído este artículo hoy, cuando acaba la semana. Mi felicitación por él llega muy tarde. Sea una historia real o inventada me parece magnífica. Está llena de sabiduría. Y muy bien contada.