Estábamos en una playa de la ciudad de Málaga, creo que es la que llaman de San Andrés, hacia el oeste de la capital. Tumbados en la arena, en lo que podríamos llamar segunda línea. De pronto, la gente de delante empezó a levantarse, coger las toallas y los bolsos y salir pitando mientras gritaban: ¡Que viene el melillero…!
Atónitos y sorprendidos ante la desbandada, preguntamos a los vecinos más inmediatos lo que ocurría, pensando que quizás se aproximaba algún peligroso atracador, descendiente de aquellos salteadores que antaño tenían en la cercana serranía de Ronda sus cuarteles.
La respuesta aclaratoria era más sencilla: el melillero es el nombre popular que se da al barco que une Málaga y Melilla, y cuando se acerca al puerto genera un oleaje suficiente como para remojar a los bañistas que se instalan cerca de la orilla en aquella playa. Así, no era de extrañar la inmediata respuesta de los lugareños al bocinazo que precedía a la entrada al puerto del navío.
Por aquí parece que también ha sonado la sirena, y ahora —desde mi modesto punto de vista con algo de retraso— nos hemos puesto a limpiar barrancos y cauces para evitar maldadosas riadas y a quejarnos ante las confederaciones hidrográficas —esos curiosos entes que no parecen depender de gobierno alguno— por su errática gestión. Ayuntamientos y organizaciones privadas corren como los bañistas de primera línea —¡que viene el aguacero!, parecen gritar nuestros administradores públicos— a poner parches a la naturaleza en lugar de buscar soluciones de más amplia cobertura que permitan almacenar el agua del oleaje.
Y, quizás, cuando llegue el verano próximo, habiendo olvidado durante invierno y primavera los fuegos del actual estío, alguien avise del melillero con meses de retraso y decidan nuestros gobernantes intervenir para evitar que el monte se vuelva a quemar y no solo afecten los malos humos a los de la primera línea.
Estamos ya muy acostumbrados a quejarnos cuando ya nada se puede impedir en lugar de hacerlo con la suficiente antelación. Parece que hemos aceptado disciplinadamente que los políticos y las administraciones en las que los colocamos son engranajes poco o mal engrasados y no les exigimos lo suficiente para que funcionen en tiempo oportuno. No se mueven ni a bocinazos.
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