Hace unos años, Ángela Carrillo, que es la coordinadora de la Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui, me invitó a presentar un acto lúdico en la Rotonda del Parque Municipal de Elche para animar la campaña de acogida a niños y adolescentes de la antigua provincia española. El ambiente era festivo, musical, con globos y todas esas cosas. Allá que voy y, meando fuera del tiesto (cosa que me ocurre cada año y medio), me marco un discurset denunciando la pasividad del Gobierno ante las reclamaciones del Frente Polisario: es decir, el referéndum de autodeterminación que se pactó en 1991 tras la guerra que mantuvieron Marruecos y los saharauis desde 1975. Un referéndum avalado por distintas resoluciones de Naciones Unidas y que en los últimos años ha caído en el olvido. Cuando el acto de marras era presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. Recibí un par de aplausos y sonoros abucheos (había papás del PSOE, por lo visto).
Por no molestar a Marruecos, tanto EE. UU., como España, como Francia, han dejado que la cuestión saharahui se pudra lentamente, mientras Marruecos ha intensificado en distintas tandas la asimilación, «marroquinización», de los saharauis, antiguos españoles, que viven en el Sahara Occidental. Hace un mes, el Frente Polisario declaró la guerra a Marruecos por la ocupación de una carretera en el límite con Mauritania, una cuestión que en la opinión pública y publicada de España se trató de puntillas, salvo un equivocado tuit de Pablo Iglesias en apoyo a la causa saharaui. Digo equivocado porque esas cosas no se hacen en una red social: se llevan a debate al Congreso de los Diputados y a los órganos pertinentes de la Unión Europea.
De facto, la comunidad internacional (salvo Argelia y un puñado cada vez más reducido de países africanos) viene avalando la anexión marroquí del Sahara Occidental en 1975. Todo en aras de no molestar a Marruecos, «aliado estratégico» de Occidente. Política de guante blanco, seda refinada, y lindos algodones. No hacía falta que Trump reconociera oficialmente la anexión y la apertura de un consulado de EE. UU. en Dajla, porque existía, grosso modo, un reconocimiento tácito, un pasar de puntillas, un mirar hacia otro lado, un quítame estas pulgas… Marruecos es una dictadura encubierta dominada por su rey, un país en el que amplias capas de la población viven en condiciones de miseria (de ahí las pateras). ¿A quién le importan los saharauis? Trump, impresentable como nadie, ha roto en cualquier caso todos los consensos y el sutil, sutilísimo, tactismo de Naciones Unidas. Me sorprende en cualquier caso que gente de buena fe se escandalice ahora, y con buenas dosis de histrionismo, con la trumpada cuando en realidad llueve sobre mojado. ¿Podrá el presidente electo, Joe Biden, revertir la payasada? Es la única clave. Payasada con la traca final de una nueva humillación para los palestinos. Está muy bien que Israel y Marruecos inicien relaciones. Está muy mal que en esas relaciones, auspiciadas por EE. UU., con el precedente de Emiratos, Barhéin y Sudán, no se incluya frenar de cuajo los asentamientos en los territorios ocupados. Los palestinos: ¡ay!
Coda: Apoyar a los palestinos no es cuestionar la existencia del Estado de Israel. Es cuestionar la política inhumana y cruel de Netanyahu. El otro día revisité «Éxodo», de Otto Preminger, y me volví a emocionar con la epopeya judía. Lo que no quita la creación de un Estado palestino como dios manda.
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