Si muchos amigos me preguntan cómo se me ocurrió ir tan lejos, nada menos que a Uzbekistán, no sé lo que le dirían sus familiares a Ruy González de Clavijo, porque yo me he ido de turista, con todas las comodidades, pero él lo hizo por mandato real. Me refiero a él porque, quizás, fue el primer español en viajar a esas remotas llanuras. A la sazón, era el embajador que fue enviado a la corte del Gran Tamerlán, en el siglo XV, porque el rey castellano Enrique III quería estrechar alianzas con el todopoderoso emir para luchar contra los turcos otomanos.

Esta ruta en busca de especias, seda y alianzas políticas ha sido siempre una vía para ambiciosos y aventureros, pero mi misión era meramente turística, sin riesgo alguno y aun así, este país de la gran llanura centroasiática está muy lejos. Por eso me pongo en la piel del señor González, autor del libro Viaje a Samarkanda, y me temo que medio año de viaje le llevaría su empeño. Para nosotros es prácticamente un día de desplazamiento, con cambio de avión en el maravilloso aeropuerto de Estambul, donde no puedes gozar de su arquitectura, porque hay que correr para no perder la conexión.

Como todo el mundo pregunta por la pronunciación y la ubicación de este país, bastante desconocido, hay que hacer hincapié en que fue una antigua parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas hasta que en 1991, con la desmembración, pudieron quitarse de encima el periodo que ellos denominan de presencia bolchevique y organizar su propio estado, convirtiéndose en una república socialista.

Toda la zona geográfica está rodeada de países cuya terminación es “tan”—y eso confunde—. Quizás lo que más nos suene sea Afganistán, lamentablemente famosa y que hace frontera con el país que nos ocupa. Pero aquí hay paz y cierta prosperidad y muchas ganas de acoger al turista con una sonrisa, que invariablemente, está llena de dientes cubiertos por abundante oro.

Aunque parece que se encuentren mejor en este escenario político de democracia, reconocen que los bolcheviques llevaron cierta modernidad a la zona; una de cal y otra de arena, porque convirtieron a casi todo el país en campesino, con el monocultivo del algodón, lo que contribuyó a una sobreexplotación del territorio, con la consecuencia de la desecación del único mar existente, el mar de Aral, que aparece ahora lleno de esqueletos de herrumbrosas naves, por una mala política de utilización del agua de sus dos ríos. Desde luego, Uzbekistán no tiene mar y en años será difícil recuperar el perdido. Por otra parte, los bolcheviques son recordados por intentar la emancipación de la mujer y la erradicación del analfabetismo, que se cumplió en 1950.

La Ruta de la Seda
Si hablas de la Ruta de la Seda, la gente se ubica algo más y piensa en Marco Polo y otros grandes viajeros. Por ella discurrían las caravanas que eran recibidas con la hospitalidad musulmana en grandes palacios y mansiones. Los caravasars eran espacios para que los viajeros dejaran descansar sus camellos y ellos pudieran reponerse del viaje y también hacer comercio.

Mi viaje, cómodo y a la vez estresante, me llevó por esta maravillosa ruta para visitar cuatro ciudades que son patrimonio de la humanidad. Llegamos a Tashkent, la capital oficial y que guarda más recuerdos de la arquitectura rusa, así como un urbanismo de grandes avenidas y un metro, que sin ser tan lujoso como el de Moscú, es mostrado al visitante como la joya del servicio al pueblo que se desplaza bajo tierra. Lo mejor de esta excursión es convivir en los vagones con una población jovencísima, bien vestida y que rápidamente ofrece el asiento.

Los hoteles son lujosos y relucientes y qué decir de la gastronomía, muy variada, de ensaladas y encurtidos, empanadillas, arroces y carnes. La fruta es presentada como un mosaico de color. No puede faltar el té y los pastelillos. Eso sí, no hay pescado.

En Tashkent se visita el gran mercado, lleno de luz y vida, y las madrazas, que eran las antiguas universidades coránicas, que datan del siglo XVI, y la mezquita Blanca. Los complejos arquitectónicos son impresionantes, perfectamente restaurados y con un estallido de colores, predominantemente el azul y el turquesa, que te llevan a las Mil y una Noches. El trabajo artesanal del ladrillo y los azulejos en blanco y azul, los altos minaretes, arcos, columnas, mocárabes, cúpulas azules son un regalo para la vista. Un lujo poder ver lo que construyeron aquellos uzbekos hace más de quinientos años.

Con la maleta dispuesta
No quiero engañar a nadie, el programa es intenso y da poco tiempo para abrir y cerrar la maleta que ha de estar siempre dispuesta para salir a las cinco de la mañana a emprender una nueva ruta.

Hay que tener buena salud y disposición de ánimo, porque igual estás desayunando cuando en España se cena, o se come cuando aquí te estás desperezando. Hay tres horas de diferencia y, como está en el Este, anochece prontísimo, sobre las seis de la tarde en octubre. Así que, manos a la obra y con mochila y maleta, emprendemos visita a Khiva, que pronuncian “Jiva”, para lo cual hay que desplazarse en avión.

Claro que el destino bien merece el madrugón. Khiva es una de las más remotas ciudades oasis de la Ruta de la Seda, que conserva perfectamente en un recinto amurallado de 2200 metros de longitud un precioso conjunto denominado Itchan-Kala, lugar de descanso de las caravanas antes de iniciar la travesía del desierto hacia Irán. Su muralla de adobe semeja los castillos que los niños construyen al borde de la playa, parece que se vaya a desmoronar de repente. Es de tal belleza que no se sabe qué es mejor, si esa muralla almenada de juguete, o el interior, donde además de los monumentos se puede conocer la vida de sus vecinos, que cohabitan con madrazas, castillos, minaretes, mientras tienden al sol la colada. La mezcla entre el color arena de algunas construcciones y el mosaico blanco y azul de sus edificios nobles no puede dejar a nadie indiferente.

Bukhara, la ciudad más monumental
Es difícil abandonar Khiva, porque solo falta Sherezade contándonos un cuento; allí me hubiera quedado una semana, pero la vida del turista no es la del viajero, ya se sabe. Hay que correr y siempre con la consabida maleta. Menos mal que tuve conocimiento y no me compré uno de los fabulosos gorros de piel que allí vendían, porque qué hubiera hecho con él en el cálido Alicante. En esa zona los inviernos son heladores, pueden llegar a 25 grados bajo cero.

Así que tomamos el tren hacia Bukhara, más de seis horas de trayecto dedicadas a conversar con los compañeros de viaje, dormitar y tomar el pícnic con huevo duro. El paisaje, que se anuncia “como bonito discurrir por el desierto uzbeko”, es un sinfín de plantaciones de algodón y de desierto pedregoso .

En Bukhara, gracias a Alá, estuvimos dos días completos, descanso para la maleta, asombrados por la belleza de la ciudad y sus numerosos monumentos. No voy a cansarles con la descripción de cada mezquita, palacio o madrasa, así como diversos mausoleos, todos de una belleza colosal, deslumbrante. Cabe destacar que la artesanía local se expresa en cada rincón de estos edificios, que dentro se han convertido en habitáculos donde los artesanos crean deliciosas miniaturas, trabajos en madera o bordan coloridos tapices, manteles o cojines.

Siempre con una sonrisa, atentos y agradables, ofrecen su mercancía, que se puede adquirir en euros o en soum, que se cambian en el banco local. Un euro son 11.209,6 UZS, lo que significa que de repente te conviertes en un millonario que pagas dos mil soum cada vez que utilizas la toilet. Lo más recomendable es comprar miniaturas, pañuelos de seda por diez euros o cualquier detalle que sirva para tener un recuerdo. Los más potentes pueden hacerse con una preciosa alfombra, tejida en seda manualmente.

Por fin, la famosa Samarcanda
Es increíble poder recorrer la procelosa historia de estas llanuras, con las incursiones de Gengis Kan o la impronta del gran Amir Temur, conocido por nosotros como Tamerlán (Temur, el cojo), ya que quedó herido en una gran batalla y a pesar de ello conquistó toda Asia Central creando las grandes ciudades monumentales que hoy visitamos. El desplazamiento en autobús no es muy recomendable.

De nuevo, muchas horas para llegar a través de un paisaje llano y polvoriento. Muy monótono. Pero merece la pena, porque la famosa Plaza Registán, tanto de día como iluminada de noche, hace perder el sentido, flanqueada por tres madrasas del siglo XV, ricamente decoradas y restauradas. La actual avenida que se desliza sobre la Ruta de la Seda es un paseo delicioso, donde los recién casados se hacen fotos, las mujeres uzbekas salen a visitar monumentos y quieren compartir sus danzas y sus risas con el forastero.

Samarcanda bien vale este trajín, aunque yo me quedaría más días para disfrutar tranquilamente de tanta belleza. El regreso a España, como era de esperar, interminable. Si a esto añadimos que el tren hacia Alicante, desde Madrid, hay que cogerlo en Chamartín, una llega al destino con la mente abundante en recuerdos maravillosos y el cuerpo un poco maltrecho.
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¡Peazo viaje!
Me recuerdas al gran viajero y escritor francés Pier Loti, en sus viajes por todo el mundo, y en especial su viaje a Persia, que lo hizo a finales de siglo XIX.
Gracias por habernos paseado por Uzbekistán con todo lujo de detalles. Tus fotos son casi tan excelentes como tus letras. Un abrazo, María Rosa.