Que nadie es perfecto parece una obviedad que todos y todas asumimos. Todas y todos tal vez no, porque la soberbia y la creencia de que somos extraordinarios a veces lo impide. La filósofa alemana, de origen judío, Hanna Arendt, explicaba en La condición humana (1958) que «el perdón es la única reacción que no solo actúa retroactivamente, liberando al perdonado de lo que ha hecho, sino que libera al que perdona de la cadena de las consecuencias de la transgresión«. Una herramienta única que puede frenar las acciones contrarias que se desencadenan tras una equivocación o mala praxis. Reconociendo nuestro error, si pedimos disculpas frente a quien puede haberse sentido contrariado por nuestro comportamiento, frenamos en seco las reacciones que pueden conducirnos a una situación a veces insostenible. A pesar de las advertencias de diferentes filósofos como Michel de Montaigne que, en sus Ensayos (1580), apuntaba a que «el hombre es un milagro de contradicciones: su mayor defecto es no reconocer los suyos», nos obcecamos en no ofrecer una sinceridad frente a nuestras decisiones, aunque sea obvio que hemos metido la pata. Por su parte, Friedrich Nietzsche, en Así habló Zaratustra (1883-1885), afirmaba de manera contundente que «tu orgullo te rechaza el arrepentimiento. No quieres excusar ni enmendar lo que hiciste: tu voluntad quiere ir más allá de eso».
Tal vez estas máximas o reflexiones tenían que haber sido leídas por Luis Rubiales, todo un presidente de la Federación Española de Fútbol, entidad que maneja un presupuesto de 400 millones de euros, cuando estampó un beso en los labios a la capitana de la selección española femenina, Jenni Hermoso, tras ganar la Copa del Mundo de fútbol. «Todo por un beso. ¡Qué barbaridad!», hemos leído sorprendidos en las declaraciones de algunas personas cercanas al encausado. Como apuntaba este fin de semana en el periódico El País, Nadia Tronchoni, «qué hubiera sido de todos nosotros, de todas nosotras y de este caso, si en lugar de llamarnos pringados y tontos del culo, Rubiales hubiera pedido perdón al bajarse del pedestal. Si hubiera hablado con Hermoso, como el amigo que dice que era, y le hubiera pedido disculpas, sin más». Lo acontecido fue todo lo contrario: se hilvanaron una serie de presiones a la jugadora y a su entorno para que defendiera una acción injustificable. ¿Alguien piensa que hubiera sido lo mismo si el presidente de la Federación hubiera hecho el piquito en un jugador masculino de nuestra selección? Sin ninguna duda, nunca pasó por su mente de macho alfa nacional. El soberbio Rubiales, relleno de testosterona y ejemplo de machitos indomables, no hubiera sentido el más mínimo amago de hacerlo. Todo lo contrario, observando sus hábitos en otros partidos realizados, hubiera tenido tentación de apretarse con la mano los genitales, como símbolo de la hombría desatada en aquella victoria.
Hemos observado una vez más cómo la complicidad de los hombres se utiliza para cubrir los errores de otro, una especie de acción del rebaño contra quien ha recibido una acción no deseada. Se tilda de «exageración», «fuera de contexto», lo que fue una larga lista de despropósitos a partir del hecho producido: exigencias de desmentidos, apariencia de acción consentida, colegueo propio de un patio de colegio, entre otros hechos que sorprenden cuando se refieren a personas con una responsabilidad importante y con clara proyección en la sociedad. Esta es la realidad que reflejan las imágenes, el presidente de la Federación que coge la cabeza de una jugadora y le da un beso corto, sin dar opciones de rechazo. Una sorpresa que provoca una indignación social frente a lo que representa: el dominio del superior frente al otro. Y una lista larga de equivocaciones que intentan justificar lo que se podía aclarar con una disculpa directa e inmediata con la jugadora y con todas las personas que nos indignamos desde el primer momento.
La defensa del acusado, en el juicio realizado en los últimos días y que está listo para sentencia, afirmaba que no había coacción en los mensajes y las conversaciones posteriores al beso con la jugadora y su entorno: «rogar no es intimidar, rogar es pedir». Una afirmación que podría entenderse en una relación a iguales, donde las dos partes se reconocen a un mismo nivel, pero, en este caso estamos en una situación bien distinta: el presidente de una Federación deportista de gran impacto y la jugadora que representa a uno de sus equipos. La soberbia del personaje, con la complicidad de su entorno, actuó contra sí mismo, echando mano de la proyección externa de una relativización de lo acontecido claramente preocupante. No es cuestión de feminismos trasnochados o de pretendida heterofobia masculina, todo lo contrario, es cuestión de dignidad y de saber reconocer a tiempo las decisiones que puedan herir la sensibilidad de quien ha recibido, sea hombre o mujer, una acción de humillación o de privación de su libertad por parte de su superior. Una vez más, como apuntaba Nietzsche, la imperfección humana y la arrogancia bloquean el reconocimiento de errores. Situaciones similares hemos vivido en la gestión autonómica de las inundaciones de Valencia: ausencia de autocrítica y de disculpas a la ciudadanía. ¿Aprenderemos alguna vez la lección? Tengo mis dudas, pero espero que cuando sea el momento de elegir a nuestros representantes, sean cuales sean nuestras preferencias políticas, lo tengamos en cuenta…
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