Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Sin recortes

Parecer idiota: el reto frente a las elecciones

¡Pareces idiota! ¿Os han “regalado” alguna vez esta dedicatoria cuando no sabíais responder o actuar sobre una novedad en vuestras vidas? Sin voluntad de remover en nuestras consciencias pasadas, es obvio que todas y todos hemos escuchado en alguna ocasión esta expresión o atribución personal. Así, el adjetivo se aplica normalmente —y de manera claramente despectiva— cuando hablamos de un tema sobre el cual no tenemos conocimientos suficientes y damos respuestas erróneas o poco fundamentadas, cuando cometemos errores obvios en tareas que supuestamente controlamos, cuando nos comportamos de manera inapropiada o insensible en situaciones sociales o cuando nos dejamos llevar por prejuicios a la hora de valorar personas. Todo eso y más en un uso extendido del vocablo en nuestras lenguas.

Hagamos historia del término. El adjetivo «idiota» se usa principalmente como insulto en la actualidad para referirnos a alguien como “tonto o corto de entendimiento” o “engreído sin fundamento para ello”. A pesar de eso, muy poco tiene que ver con el origen etimológico de la palabra. Un vocablo que nos llega del latín idiota, a su vez del original griego, ἰδιώτης.

No es un hecho aislado el cambio de concepto o la adecuación, según el interés de los hablantes, por definir el mundo y los conceptos que le rodean. Pensemos, por ejemplo, que comparte raíz con otros sustantivos como idiosincrasia (rasgos, carácter, entre otros) o idioma (lengua de un pueblo o nación). El significado originario griego apuntaba al concepto de “un particular, privativo de una persona”. De este significado básico se derivó el de la persona que se dedicaba únicamente a lo suyo, no a lo común. Una evolución que derivó en el sentido actual. Así, en el siglo XII, la palabra francesa idiote ya representaba el adjetivo iletrado o ignorante, hasta llegar a nuestros días al idiota común de nuestras lenguas oficiales.

Seguramente el idiota más conocido universalmente es el protagonista de la novela del escritor ruso Dostoyevski, publicada en la segunda mitad del siglo XIX. En ella, el príncipe Lev Nikoláyevich Míshkin es retratado como un hombre noble y bondadoso, pero al mismo tiempo ingenuo e incapaz de comprender la complejidad de la sociedad y el comportamiento de los humanos. El autor le convierte así en una especie de ideal de pureza y bondad frente a la corrupción y la maldad de su entorno. El príncipe carece, por lo tanto, de astucia, egoísmo y malicia, lo que le convierte en un ser vulnerable. Un contraste entre el ser bondadoso e inocente y la inmoralidad que le rodea. Un contrapunto interesante que, de ser fingido o simulado, le habría dado al personaje literario una dosis mayor de maldad que el resto, en tanto que habría podido sobrevivir en la falsa felicidad que su falta de intelecto le aporta.

Fingir ser idiota o parecer ser idiota son expresiones que podemos encontrar en nuestra cotidianeidad. Si bien en origen también se aplican como insulto, permitidme que las revalorice con un sentido positivo. ¿Cuántas veces habéis simulado no enteraros de algo para no sentiros aludidos en la crítica? ¿Cuántas veces habéis mentido sobre el conocimiento que se os presuponía en una materia concreta para, digamos, quitaros de en medio? Entramos, pues, en la construcción externa de nuestra imagen. En algunas ocasiones, la mejor acción para no recibir una crítica o un reproche es negar cualquier conocimiento previo sobre lo acontecido. Una especie de retorno a la inocencia de la infancia con expresiones que reconoceremos fácilmente como “yo confiaba ciegamente en él y no le preguntaba por lo que hacía”, “nunca he tenido información sobre la materia”, “como soy buena persona, no podía imaginar que me engañaba” o “¿de verdad? Es la primera noticia que tengo”. Mentimos, pues, para que no nos culpen: simulamos una idiotez que en algunas ocasiones parece cierta.

Estamos delante de un proceso electoral de gran envergadura. Después tendremos otros próximamente de diversa índole. Nuestra sociedad es democrática y se rige por este tipo de procesos con toda la garantía de su desarrollo. Votamos por nuestros representantes en los ayuntamientos y en las comunidades autónomas; luego será por el gobierno central y así hasta las diferentes entidades de las cuales formamos parte y que requieren este tipo de regulación. Escuchamos las propuestas estrella de cada candidatura. Algunas las escuchamos por primera vez, casualmente, hace exactamente cuatro años. Una legislatura después, la misma persona nos recuerda su promesa que no ha podido desarrollar —por estar en la oposición o, simplemente, porque no ha tenido tiempo de concretarla— y nos pide nuestro voto para llevarla a cabo. Con el mismo formato, con el mismo contenido, pero cuatro años después.

En situaciones vividas como esta, lo mejor, no tengáis la más mínima duda, es parecer idiota. Ofrecer una imagen de sorpresa o de simulación de alegría frente a esta candidatura que no recuerda que ya te intentó sorprender con la misma propuesta. Esa es la diferencia: tú finges ser idiota. Tu interlocutor o interlocutora, lo es. Así es el lenguaje: localizar la expresión justa para definir nuestra realidad.

Carles Cortés

Catedrático de universidad y escritor.

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