Corría un chiste, a cuenta de la peculiar forma de hablar del mal llamado rey emérito, donde su retoño, hoy Felipe VI, le dice: “Papá, tengo que confesarte que soy guei”, a lo que el entonces Soberano (que es cosa de hombres, decía el anuncio) le responde: “No, tú no eres guei, Guei soy soy, Gueina es tu madre y tú, el Prgíncipe de Astuguias”.
Saco a colación este mal chiste a cuenta de una entrevista reporteril de una dizque periodista progre, muy progre, de una de esas televisiones más progres todavía que son casi todas menos una. O dos, si me apuran.
Decía el buen hombre, en noche de lluvia –más tirando a chirimiri–, junto a la todavía Plaza de Toros de Las Ventas, que el aparcamiento que hay junto a ella se llenaba a esas horas “de maricones”. “No, no –decía la presunta reportera– no se dice eso, se dice guei”, a lo que el contumaz ciudadano le respondía: “Maricones de toda la vida”.
El neoperiodismo progre que nos invade hasta el tuétano ya no se limita a opinar o a reportear, se permite corregir y exigir un lenguaje buenista que a los ciudadanos, como el antedicho, les resbala, pero que a las nuevas generaciones (con perdón) les va entrando en vena, como si el amplio uso del lenguaje, con un vocabulario tan rico como es el español –no confundir con el castellano, que ya casi no se habla– se tuviera que reducir a lo que algún que otro imbécil nos quiere inocular como lo “políticamente correcto”.
En esta todavía España nuestra, la libertad de expresión, y de opinión, se restringe desde el origen, desde la propia pluma del periodista, con una auto censura tan feroz como idiota, dando cancha a los que, a modo de los “profes catalanes”, dedican el tiempo del recreo a vigilar que a nadie se le ocurra hablar “la lengua de la meseta”. Ríanse ustedes de la Gestapo del cabo Hitler o de la Brigada Político-Social del Generalísimo. Si Manuel Fraga levantara la cabeza…
Los periodistas de la “época franquista” tenían otra sangre. Otro cuajo. Díganselo a Torcuato Luca de Tena, a quien Franco removió de su sillón de la dirección de ABC por un inocente reportaje de investigación que al “Caudillo por la Gracia de Dios” no le hizo ni pizca de ídem. O al inmortal Emilio Romero.
Hay que reconocer que, entonces, los que mandaban eran como más bestias. Menos sibilinos. Si había que hacer algo, se hacía y punto. Daba igual que ABC fuera un periódico privado. Todos callados y solo a gritar a miles, como borregos ante el pastor que los lleva a pastar desde su advenimiento: “FRANCO, FRANCO FRANCO”.
Ahora, son más “finos” y, como antaño, se escudan en una especie de superioridad moral. Eso sí, si en privado hay que llamar maricón a Marlaska, se le llama y a la autora de ¡semejante atrocidad!, porque Marlaska todos sabemos que no es maricón, Pedro la eleva a ministra y la sienta a la misma mesa del Consejo de Ministros que al maricón, según palabras de Lola, elevada, de nuevo, a la categoría de fiscala generala del estado. O como se diga. Seguro que Pedro la quitó de esa mesa por los pellizquicos de monja que Marlaska, de seguro, le daría en el muslamen, por bocazas.
Fíjese el sufrido lector lo sibilinos que son ahora, que a todas aquellas asociaciones que en su nombre llevaban lo de “ayuda al subnormal” o “atención al drogadicto”, en aras del buenismo, les obligaron a cambiar tan degradantes denominaciones por otras más del gusto del tonto contemporáneo. Siguen haciendo lo mismo: ayudando a subnormales y atendiendo drogadictos, pero de forma más guay, más chachi.
Y yo que pensaba que la palabra guei no existe. Convencido estaba, oiga, que hay una parecida que se escribe gay y se pronuncia gay, que es lo mismo que maricón pero “importada” del inglés, que es la lengua del Imperio.
Los hijos de la Gran Bretaña nos trajeron palabros como football, corner o running. O footing, que lo mismo da. Los políticos de nuevo cuño importaron otra más de su cuerda: meeting –aquí mitin–. Entre anglicismos, palabras y giros centro y sudamericanos –correctísimos ellos, por cierto, en buena parte– y demás palabros que vamos asumiendo como propios, porque parece que no suenan tan rudos como el riquísimo vocabulario de la meseta, estamos creando una especie de neo esperanto que ríase usted del espanglish.
Por mi parte, perdónenme, porque ya llevo un rato escribiendo sobre estas sandeces y necesito ir al españolísimo retrete. Por supuesto, como dicen que decía Blas de Lezo –y yo he adoptado de palabra y de obra–, “Todo buen español debería mear siempre en dirección a Inglaterra”. Don Blas hoy estaría fuera de la milicia. Por ordinario.
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