Hay como una inconsistencia viscosa en el ambiente. Un edulcoramiento de las pasiones y los acontecimientos, como un viejo déjà vu que lo envuelve todo e impide mirar de frente a la realidad que nos rodea, dar pasos hacia delante, simplemente avanzar. Es como si el tiempo fuese circular e imposibilitase el retrato exacto de lo que somos, como si los días y los hechos, quienes ejercen el poder a diario, a la luz y en la sombra, quienes lo relatan, estuvieran empeñados en repetir siempre una fórmula caduca.
Es, en definitiva, como si el presente asfixiante lo impregnase todo de un cierto olor a alcanfor y naftalina y en el que el tiempo permaneciese detenido. ¿Sería posible aquí una serie televisiva como la danesa Borgen sobre el poder y sus alcantarillas y con personajes tan sacados de la vida que parezcan aún más reales que ellos mismos?
Estos días la plataforma Netflix está de reestreno. Borgen, la mítica serie danesa, uno de los retratos más lúcidos del ejercicio del poder desde un rincón del mismo corazón de ese poder en la vieja Europa, ha vuelto a las pequeñas/grandes pantallas, para alimento y placer de sus fans en todo el mundo.
Tras nueve años de sepulcral silencio, regresa una de las series más exitosas y aclamadas por los aficionados a las series de contenido político. Y con ella, casi todos sus principales personajes están de vuelta, todos ellos más envejecidos, como cada uno de nosotros, con más cicatrices en el cuerpo, con más aguijones en el alma. Y en ese esperado regreso vuelven sobre todo las mujeres, sus poderosas mujeres ejerciendo el poder, porque esta es una serie también y mayormente sobre el ejercicio del poder desde el punto de vista de la mujer, con todas las grandezas y miserias que ello conlleva, en ese viaje constante de la cámara desde el espacio institucional del trabajo donde se ejerce el poder al espacio familiar, donde afloran las luchas internas, las contradicciones ideológicas.
Supongo que el estar ambientada en un pequeño país facilita las cosas. Cómo igualmente allana el camino el hecho de que los principales escenarios, como el propio Palacio que da nombre a la serie (Borgen), ese trozo de tierra en el Ártico que es Groenlandia y sus latidos independentistas y como continuo mal de cabeza, muy al estilo de la Cataluña de aquí, son cosas que hacen que todo parezca más un cercano retrato de la vida y facilita al tiempo el seguimiento de la trama. Ese es, seguramente, parte de su éxito. De su grandeza.
La redactora de eldiario.es Laura García Higueras se preguntaba en una pieza escrita justo estos días para dar cuenta de algunos de estos revivals televisivos de contenido político de las grandes plataformas porqué aquí, en España, no se hacían series como esta, y si había alguna razón más o menos oculta, más o menos política, que lo impidiese y lo frenase.
En extensión sus interrogantes eran de esta guisa: ¿Por qué estos temas y estas radiografías de la política servida a modo de menú deconstruido de la realidad tiene tanta dificultad para abrirse camino aquí y quedan casi siempre fuera del radar de nuestros creadores?; o, bien, ¿por qué cuando son tratados, lo son con un cierto edulcoramiento y travestismo que los alejan de la vida real?; ¿por qué, en las pocas veces que se hacen, simplemente están rodeadas de una cierta censura y encorsetamiento estéril y heredera de lo pacato y de la tradicional mirada donde la vida doméstica fuese un tabú a preservar?
Y no será, digo yo, porque no tengamos historias cercanas que contar, desnudar, y vivos retratos de los que echar mano. Personajes como el mismo Pedro Sánchez y su maquiavélico proceder, serían en sí mismos una fuente inagotable de tramas y subtramas a las que prestar atención. Tantas, como lo son de hecho su interminable ristra de venganzas consumadas y otras a punto de llevarse a cabo, tantas como la lista de cadáveres en el armario condenados a guardar silencio tras ser descabalgados (Redondo, Ábalos, por citar dos de los más sonoros y cercanos ejemplos).
Igualmente lo sería, de proponérnoslo, la aproximación cinematográfica, la mera descripción psicológica, de un personaje tan sin aparente fuste ni doblez como Rajoy. Sí, ese señor de provincias, que llegó a las más altas magistraturas del Estado sin, aparentemente, hacer esfuerzo alguno, limitándose, una y otra vez, a estar allí, en el sitio adecuado y en el momento justo, con esa beatífica biografía y leyenda familiar de apaños y arreglos que le resbala entre los dedos y a la que él ha dejado correr y que le hacen parecer entre ensimismado y gustoso de que así sea.
Tampoco estaría mal el acercamiento de guion a un tal Pablo Iglesias, el hombre que parece estar tan enamorado de sí mismo que sin él saberlo debe andar cada día haciéndose la misma pregunta –¿…espejito, espejito, hay alguien más…?–. Aunque puede que no tanto como un tal Rivera, hoy desaparecido de la escena, pero no hace tanto sobradamente seguro de haber podido volar tan alto como hubiese querido y al que los quiebros de un destino no esperado le tenía reservado un duro golpe a la altura de su propio ego.
Ya puestos a buscar argumentos y personajes, nada mal estaría incluir en el reparto un doble de un tal Feijóo –otro gallego más–, hombre experto en el denodado esfuerzo por intentar aparentar cercanía a ratos como, en otros, huir de las negras sombras y brumas del narco, ángel de la desguarda, que le persiguen como pecados de juventud allá por donde va.
Son, todos ellos, nombres e historias suficientes para la serie, y a la que, en caso de necesidad argumentativa, poder añadir en los entresijos de ese borgiano guion apariciones esporádicas de un Emérito desnortado, de un tal Villarejo repartiendo mandobles a diestro y siniestro para no ser aplastado por su propia biografía, o la de un arbitrario y arbitrista Puigdemont huyendo de sí mismo en un maletero y en plena madrugada… Ya sé, ya sé, demasiados hombres, ninguna mujer. Es lo que hay, justo lo contrario que en Borgen. En eso tampoco tenemos fortuna. Ni material. Nos queda aún demasiado lejos la normalidad europea por más que hagamos arabescos de cercanía.
Y por si todos estos personajes no fueran ya suficiente materia gris para rellenar tramas, capítulos, temporadas de seguro éxito, ahí está, de nuevo, un viejo conocido de todos nosotros, el perfecto ejemplo del ascenso y caída del fill del poble, aquel que medio confesó un día –en el argumentario secreto de un teléfono pinchado– que él estaba aquí para enriquecerse y nada más, pero que en el largo camino para conseguirlo llegó a ascender hasta la diestra del mismo dios Aznar. Aquí está, de nuevo, la figura de Eduardo Zaplana, ahora imagen errante y amenazada por el Juzgado número 8 de Valencia pidiéndole cuentas por algo tan vulgar, prosaico, viejo, pero grandemente televisivo, como unas supuestas comisiones cobradas, evadidas, en la privatización de unas ITV y de un plan eólico.
Serían, todos ellos y algunos más, nuestros queridos habitantes del patrio palacio de Borgen, nuestros queridos borgianos hechos carne fílmica, materia suficiente para la encomienda. Ya solo falta que se empiece a rodar. Sería, posiblemente, una buena forma de dejar atrás la caspa, la obviedad, los mítines de chascarrillo, el insulto como método, los argumentarios de salón como toda buena razón. Sería, sin duda, una buena fórmula para empezar a sentirnos un poco más europeos. Un poco menos excepción.
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