La casa es grande, de pisos desiguales, de estancias laberínticas. Hay espaciosas salas con toscas cornucopias, con viejos grabados alemanes, con pequeñas litografías en las que se explica cómo ‘Matilde, hermana de Ricardo de Inglaterra, antes de pronunciar su voto… Hay una biblioteca con cuatro mil volúmenes en varias lenguas y de todos los tiempos. Hay una pequeña alacena que hace veces de archivo, con papales antiguos, con títulos, con títulos de Universidades de Orihuela y Gandía, con cartas de desposorio, con ejecutorias de hidalguía, con nombramientos de inquisidores (…), con largas cañas colgadas del techo, de las que en otoño penden colgajos de uvas, melones reverendos, gualdos membrillos, manojos de hierbas olorosas. (…) Hay un tinajero para el aceite con veinte panzudas tinajas, cubiertas con tapaderas de pino enjalbegadas de ceniza. Hay una gran bodega, con sus cubos, sus prensas, sus conos, sus largas ringleras de toneles. Hay una almazara, con su alfarje de molón cónico, y su ancha zafa, y su tolva. Hay dos cocinas con humero de ancha campana. Hay palomares eminentes. Hay una cuadra con mulas y otra con bueyes. Hay un corral con pavos, gallos, gallinas, patos, y otro con cerdos, negros, blancos, jaros. Hay dos pajares repletos de blanda y cálida paja (…)
Nuestro escritor, con treinta años, sigue entrenando su memoria y sus dedos retratando “por escrito” todo lo que ve, lo que toca, y los aromas y perfumes que percibe. El libro siguiente a La voluntad, del que ya hemos hecho reseña, se tituló Antonio Azorín, escrito en 1904, a sus 30 años de edad. Buen ejercicio para alcanzar al final una vida perdurable y de persona satisfecha de haberse podido dedicar a estos menesteres de juventud que fueron trayendo poco a poco ediciones de libros a montones, reconocimientos y homenajes públicos o populares sin perder jamás las amistades de sus queridos paisanos en todos los ámbitos de sus relaciones personales. Al mezclarse en las ciudades y pueblos donde vivió con sus congéneres, él nunca perdió sus objetivos intelectuales de recrear lo que veía, que ya era actitud gozosa para él vivir y revivir, y también preguntar de qué iban los festejos o ceremoniales. Llegados esos momentos de populismo festivo lo preguntaba todo, lo anotaba todo, lo vivía todo y, luego, como quien tiene una máquina de retratar en la mente, lo definía todo a su modo.
Antonio Azorín gusta de observar las plantas. En sus paseos por el monte y por los campos, este estudio es uno de sus recreos predilectos. Porque en las plantas, lo mismo que en los insectos, puede estudiar el hombre. Quizás parezca tal aserto una paradoja; pero los que no creen que sólo en el hombre se manifiesta la voluntad y la inteligencia, es decir, los que son un poco paganos y lo ven todo animado, desde un cristal de cloruro de sodio hasta el homo sapiens, no encontrarán lo dicho paradójico.
Para Azorín, las plantas –como todos los seres vivos– se adaptan al medio, varían a lo largo del tiempo, pues los que se adaptan y los que triunfan son los más fuertes y los más inteligentes:
Las plantas aman unas la vida libre y sacudida; otras el trato político y medido; aquéllas viven en las montañas; éstas crecen a gusto recoletas en los jardines y en los huertos. (…) Las plantas se dejan seducir. De las montañas pasan a los huertos: como por ejemplo el tomillo, que de silvestre se convierte en salsero: o lo que es lo mismo, de hosco y solitario se cambia en sociable, y como tal da gusto con su presencia a las salsas y asaborea gratamente las conservas. (…) La borraja es alegre, quien la come puede estar seguro de tener ánimo divertido. (…) Acompaña a estas plantas en sus ideas conservadoras la hierbabuena. Ya el nombre lo dice; es una buena hierba. Pero si no estuviera ya honrada suficientemente por su mismo nombre habría que declarar a la hierbabuena emblema del patriotismo. No existe ninguna hierba que se aferre más a la tierra donde ha crecido; se la puede arrancar, perseguir con el arado y la azada… es inútil; la hierbabuena vuelve a retoñar indómita (…).
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