El reloj de arena del ya viejo año muy pronto se quedará sin cuerda. Pero antes, en esa nebulosa de festejos navideños, todavía habrá tiempo para compilar todos los días y meses del calendario y hacer un resumen, sacar un gráfico, o incluso un exiguo extracto de nuestras huellas, en ese caminar por la arena de la vieja y entrañable playa de la nostalgia. Algo así pensé esta mañana antes de ponerme a escribir. Por un lado, lamentablemente —no, creo que quiero decir afortunadamente— parece que la Navidad es casi como un laboratorio de posibilidades humanas donde el paisaje puede ser exuberante y desértico a la vez. Algo se remueve en nuestro interior y casi sentimos la necesidad de desnudarnos ante los demás comensales a la mesa. Por una vez derribamos el grueso muro de la autosuficiencia y mostramos nuestro perfil algo contrito y dejamos de soslayar las reverberaciones del pasado, que hasta hace un rato y en medio de la tertulia, no sabías que eso también era la nostalgia.
Por otro, parece que sale de la estación el tren de las compras desenfrenadas (a pesar de la crisis), gigantescos comercios repletos de profusos clientes ávidos de consumo para driblar probablemente el avinagrado desastre económico, social y político, reiteradas veces rubricado por el gobierno que es gobernado. Un país que huele a insecticida, sudor y hasta restos de vómito. Sí, ya sabemos de los crueles golpes que nos asesta la vida y de que lo que queremos y lo que conseguimos rara vez es lo mismo y, por ello, hay gente que se tira por la ventana, que el metro está inundado de excrementos humanos, las azoteas cerradas a cal y canto y los parques y bancos ya no tienen su encanto. Miles de personas salen a la humedad de la calle sin sol y hasta sufren de hambre y de afasia.
Pero, ninguna… ninguna… —¿cuál es la palabra que estoy buscando?—, de estas huellas puede alejar la Navidad.
Otra Navidad
Otra Navidad que se repite casi como el ajo, casi como uno de esos empleos de trabajos en cadena en factorías que poco a poco se van vistiendo de máquinas y tecnología. La Navidad comienza entre el anochecer del verano y el letargo del otoño. Las cortinas de luces, árboles de Navidad, los renos y Papá Noel pasando más calor que un cocodrilo en Siberia. Supongo que cada cual va driblando los baches de la vida al ritmo de sus endebles hábitos y el consumo, y el consumo es como una rueda encallada en la arena que por más que aceleres y aunque siga rodando nunca llegará a ese lugar llamado felicidad.
Hoy el día se despertó frío. Me calo un gorro de pura lana casi virgen y me voy a ver el mar antes que se agoste. Creo que no deberíamos dejarnos embromar, ni engatusar, ni mucho menos torturar para que el monstruo del consumo sea más fértil año tras año, Navidad tras Navidad.
Puede que la sociedad esté llena de estructuras anómalas. Y supongo que ya saben que el mundo a veces se mueve tan rápido que no hace falta llevar un reloj colgado, aunque sea de pared. Y de pronto empiezas a sentir que vives de nuevo en el mundo cuando te metes dentro del buró que adorna tu salón y que utilizas como mesa camilla, mueble bar y lavaplatos. Supongo que nos vuelven tan locos que nos aferramos al consumo como si fuera una de esas vigas maestras que sujetan un edificio de millones de viviendas. Me gusta practicar cada día como un amanuense, oler la tinta y hasta mancharme de ella, coger mil hojas de papel en blanco y terminar otro año coincidiendo con la Navidad con la mitad llena de palabras que de algún modo viajarán lejos sin necesidad de renos y todo eso.
Supongo que vivimos casi de forma permanente en la linde de lo definido y lo difuso, entre meterte de lleno en el charco del consumo y salir mojado y repleto de barro o bordear ese puente de aguas turbulentas que dirían los señores, Simon & Garfunkel, y alejarse del rebaño mientras queden metros de puente.
Para concluir, este año dejo algunos deseos y objetivos pendientes que abordaré cuando el reloj de la Puerta del Sol sea lo más visto de televisión en todo el año. Será entonces cuando yo mismo me expida mis propias cartas de presentación. A partir de ahora sólo quiero tomarme a mí mismo como referencia cuando alguien me pida cartas de presentación. Mientras, llega el tiempo de cogerse a sí mismo, que es algo así como juntar el presente con el futuro, me preparo para meterme en el buró o comprar de una sola vez todo el dulce de la vida. No quiero un futuro, lo que quiero es un presente. Me parece mucho más valioso y aquí en mi escritorio con cajones y tapa me siento como paseando por la orilla del puerto y viendo a lo lejos lo que deseamos, aunque en realidad esté tan cerca.
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