En el descanso de un partido del Valencia, una noticia sobre un nuevo cayuco llegado a Canarias y los consiguientes comentarios de todo tipo al respecto. No los repetiré, porque son siempre los mismos.
Y se me ocurre repasar la alineación: valencianos hay tres (y de ellos, uno de Castellón y otro de Pedreguer), un donostiarra, un hispano-brasileño, un danés, un serbio, un estadounidense, un ruso, un surcoreano y un uruguayo. A lo que habría que unir que el dueño del club es un chino y el presidente un advenedizo de Singapur. Pero mirando al banquillo aun pude añadir un neerlandés, un colombiano, otro brasileño, un portugués, un franco-portugués, un venezolano… y uno de Gandía. O sea, la ONU futbolera.
Probablemente a todos se les pueda incluir en cualquier de las acepciones académicas de migrante o emigrante. Yo siempre utilicé la segunda cuando en los años 70, entre otras cosas, me ocupaba en la Caja de Ahorros del Sureste (otra historieta) de buscar la forma que alicantinos y murcianos pudieran enviar el fruto de su trabajo desde el sur de Francia a sus cuentas, tanto los establecidos más o menos permanentes como los que acudían en masa a la vendimia. Y eran gente, familias enteras a menudo, que con el duro trabajo de un mes o poco más podrían subsistir después medio año, sin apenas trabajo en España. Así, que aprendí a respetarlos por su esfuerzo, especialmente a los que se desplazaban sin contrato, cobraban sin hoja de paga y encima si los cacheaban en la frontera francesa con los billetes se los decomisaban por sacar dinero ilícitamente del país galo.
Y hablando de emigrantes, hasta mi padre y mi madre lo fueron. Marcharon a Cuba en los años 20, y allí estuvieron casi cuatro años tratando de labrarse un futuro. Así que, cuando oigo comentarios que rozan la xenofobia algo en mi estómago se revuelve. Y ello es compatible con el deseo de que se establezcan los canales adecuados en este país, y en la Europa comunitaria, para regular estos movimientos. Y ello afectaría, muy directamente, a las relaciones con los países africanos –y los de Oriente Próximo– que están regidos por dictadorzuelos de medio pelo, y especialmente, por el porcentaje de los que llegan, a Marruecos –cuya agricultura compite muy directamente con la nuestra– y con Argelia –a quien le compramos gas por un tubo–.
Porque no hay más verdad que los necesitamos: ¿Quién, en todo caso, realizaría los trabajos más arduos en nuestra agricultura, si no estuvieran los moritos? ¿Quién cuidaría a nuestros mayores, si no vinieran las señoras sudamericanas? ¿Quién limpiaría las escaleras de muchas comunidades de vecinos? Entre otras tareas de las que los españoles se escarcean…
No todos los migrantes o emigrantes –¡qué más da el apelativo!– pueden ser futbolistas internacionales, médicos sirios o sicólogos argentinos. No todos pueden ser rusos de riqueza de dudoso origen, ni jubilados británicos, suecos o noruegos en busca de cálido sol.
Habrá que ponerse a trabajar en este tema, sin acritud, con una mirada humanitaria, sin simplismos, sin odio, sin miedo. Con método y rigor.
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