La ventana ahumada y gélida de la noche dejaba filtrarse la esperanza entre el alféizar y los arrobiñados goznes del tiempo. Al otro lado de la casa, una chimenea hacía arrebujarse a su lado a Lidia y a Pablito mientras junto a sus padres terminaban de vestir ese fabuloso icono, “el árbol de Navidad”. Al otro lado de la realidad, Bugbutt, casi famélico y con más tristeza que frío —que ya es mucho decir—, recordaba al menos una Navidad en el calor del hogar, ya que todo se derrumbó cuando dejó de ser un precioso cachorrito.
—Amada, si no te ocupas de Bugbutt… —le dijo su madre.
—Mamá, yo solo quiero jugar. Además… estoy cansada de sacar a Bugbutt a pasear, a cagar y todo eso…
Así que en un malhadado día se tropezó con la ventana oscura y ahora más fría del coche y fue lo último que Bugbutt recuerda antes de caer en el angosto arroyo del olvido, de la estadística atrincherada que únicamente sale a la palestra cuando la arenga así lo requiere.
Aquellos días grises de sobrevivir entre ratas, excrementos y túneles que siempre huelen como si alguien hubiera estado allí meando eran lo único que lo separaba del gélido invierno, tan gélido que parecía un enorme depósito de cadáveres.
Sin embargo, una de esas tímidas estrellas de Navidad quiso que el albergue de animales, perros, gatos… de Alicante lo acogiera en su regazo.
Y aunque el tren de la esperanza comenzaba a entrar en la estación y la película casi llegaba a su fin, dejó entreabierta aquella imagen del árbol con Lidia y Pablito recogiendo una cajita de regalo con una nota, a los pies de las disfrazadas raíces. “Bugbutt, nosotros siempre te querremos”.
Bugbutt nunca supo cómo aquellos tiernos niños supieron su nombre, pero eso, eso, es otra historia.
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