«¡Nosotros somos el pueblo, la patria! ¡Somos los que vamos a garantizar la paz y la prosperidad del país! No vamos a dejar que los oligarcas, los vendepatrias, entreguen nuestra riqueza al imperio. ¡Aquí manda el pueblo, aquí mandan los hijos de Bolívar!»
El fragmento anterior, procedente de un discurso reciente del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, puede ser fácilmente identificado. Desde 2013, cuando sustituyó al anterior dirigente del país, Hugo Chávez, asumió el control férreo de su país, con la polémica actual de unas elecciones pretendidamente ganadas, sin el visto bueno de la mayoría de la comunidad internacional por las sospechas de modificación de los resultados. Su pretendida mayoría se expande en la base de sus discursos efectistas, donde ofrece uno de los mejores ejemplos en la actualidad de demagogia y de corte populista. Como explica Franz Von Bergen Granell, profesor en Ciencia Política por la Universidad Simón Bolívar de Venezuela, el presidente se apoya principalmente en sus elocuciones en juegos del lenguaje, argumentos, marcos y temas de dos tipos: a) aquellos que le permitieron crear una atmósfera permanente de tensión y conflicto en la sociedad venezolana, y b) los que le funcionaron para mantener la conexión emocional de las bases populares con Hugo Chávez a pesar de su desaparición física. Una base formal y de contenido que se repite hasta la saciedad, dejando al lado otros aspectos cotidianos que deberían interesar a la sociedad de su país pero que, con la asunción de este argumentario, quedan diluidos o apartados del debate o de la reflexión.
Maduro se autoelige, pues, como un salvador de la patria, una especie de Mesías que encarna las únicas opciones para llevar adelante la gestión de una ciudadanía que, o muestra su completo respaldo o es forzada al exilio exterior o a la reclusión interna dentro de su país. Se impide la expresión de la disidencia, se persigue, de manera directa o indirecta, el mero hecho de exponer la oposición a sus maneras de gobernanza. Un modelo que tristemente no es nuevo en nuestra historia contemporánea, desde los dictadores conservadores o los llamados comunistas que tanto daño provocaron en la evolución de países en la totalidad de los continentes. Cuando el líder es atacado, expande su visión de identificación de la nación consigo mismo: si yo soy puesto en cuestión, se es infiel a nuestro país y, por lo tanto, eres un traidor y mereces la pena máxima, el ostracismo para que su voz sea silenciada y no pongas en tela de juicio mis decisiones. Desde el llamado Despotismo Ilustrado del siglo XVIII, en la época de la Ilustración, los monarcas absolutistas adoptaron una serie de ideas ilustradas sin renunciar al poder: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”, lo que significaba que los gobernantes promovían reformas que consideraban beneficiosas para sus súbditos, pero sin permitir la participación política ni el cuestionamiento de su autoridad. No hay que olvidar que gran parte de estos dirigentes actuales que ejercen su autoritarismo sin rubor llegaron en un principio al poder con los votos de sus electores. Una vez obtenida la presidencia, modifican las constituciones correspondientes a su antojo o simplemente ejercen con decisión su acción de gobierno acallando las voces críticas o reforzando su base política con discursos simplistas que destierran completamente cualquier posibilidad de autocrítica.
Así consiguen una especie de veneración, de culto al dirigente, donde se proyecta una visión idealizada que esconde los defectos y las carencias de éste. En algunas ocasiones, como en la del presidente venezolano referido, se construye un liderazgo a partir de una persona sin virtudes para la gestión o con una falta de formación específica que acaba proyectando un referente para sus bases que lo encumbra a los altares. Por este motivo, se deja a un lado la razón y la lógica, escondiendo los déficits de su gestión, para entrar en el juego de los sentimientos. En sus discursos busca emocionar a los oyentes para conseguir la adhesión al discurso y a la persona: “si estás contra mí, estás contra nuestro estado”, parece decir. Incorpora en sus elocuciones expresiones o comentarios de su oposición para ridiculizarlos e incluso amedrentarlos, algo así como: “que sepas que te leo, te escucho, te vigilo”. Actúa contra la disidencia, sea cual sea su plataforma, de manera que los medios de comunicación reciben llamadas y coacciones que frenan la aparición de textos reflexivos que impiden a la ciudadanía entender una posible disidencia. Se victimiza a sí mismo, se presenta como el blanco de los oligarcas o de los poderes externos a sus competencias, de manera que se ofrece para seguir representando a la mayoría para defenderlos de las injerencias de estos.
La escenografía de estos mesías puede ser diversa. Desde apariciones con música de fondo a imágenes con colectivos sociales que refrendan la unidad de apoyo en su persona a la utilización de símbolos o de referentes de libertad, como el caso de la propia figura del libertador Simón Bolívar, en el caso anteriormente comentado, a actos institucionales de referencia para su colectivo. Las técnicas del populismo demagógico son diversas, pero todas tienen en común que, por miedo a la divergencia o a sentirse excluido, acaban convenciendo incluso a élites intelectuales o bien formadas. La desavenencia es castigada y se da por bueno el silencio frente al debate. Al mismo tiempo, el régimen fomenta la traición, de manera que la delación de unos y otros refuerza la figura del líder populista. Se castiga a la oposición y se fomenta la desunión, todo en aras de conseguir un frente común donde la disidencia no es concebida. Con el desarrollo de las redes sociales, se extiende y universaliza el radio de acción: la persecución puede llegar a límites insospechados donde se intenta silenciar cualquier voz crítica. De esta manera, las naciones o las instituciones que se ven gobernados por quien centra sus acciones en defender su continuidad pierden esencia, se aíslan del resto. Retroceden en su evolución porque dejan de representar realmente a su sociedad. Es interesante destacar cómo estos líderes forjan su autoridad recuperando figuras anteriores que se encontraron en situaciones similares: remiten una y otra vez, aunque sea de manera indirecta, a pasajes de la historia que ya fueron funestos para el aislamiento y deterioro de su institución. Caemos una y otra vez en la misma trampa: impedimos el desarrollo lógico de los acontecimientos y nos atrincheramos en la victimización sin ofrecer soluciones reales que sirvan para superar los acontecimientos cotidianos.
Una nota final: más de un 25 % de la población de Venezuela vive en el extranjero, son ya 7 los países de su entorno que han roto sus relaciones diplomáticas, a pesar de sus riquezas naturales (petróleo, especialmente), ocupa la posición 172 en el Producto Interior Bruto per cápita de los 196 países que son tenidos en cuenta en este ranking. Un país desecho y desestructurado que sigue escuchando discursos simplistas donde los males siempre vienen del exterior. Una mirada a sus problemas internos y una búsqueda de soluciones provocaría, sin ninguna duda, una lógica reversión de su situación. Un corriente de tintes mesiánicos que se puede extender por países considerados democráticos donde instituciones públicas o privadas queden a expensas de este tipo de falacias y de populismos que atenten contra su progreso.
Artículo que entra en la categoría de ‘excelencia’. Muy oportuno y digno de la máxima consideración. Mucha inteligencia artificial, pero la democracia cada día más deteriorada y masacrada no sólo en Venezuela, como bien reflexionas. Un saludo cordial.