No tengo hijos pero sí sobrinos y también soy padrastro, aunque ahora creo que eso ya no existe, que me suena a rollo de la Edad Media con estandartes y todo, que aún me veo forjando una espada como en Los Inmortales “sólo puede quedar uno”. Aunque, si te metes en Internet, como yo acabo de hacer, puedes volverte loco por lo que todavía tengo menos claro lo que soy, creo que nunca lo he sabido realmente, por lo que “vivo sin vivir en mí”, que dijo Santa Teresa de Jesús, a la que antes se leía, pero que ahora como que casi es pecado leer a santas y santos, que ya están los youtubers y los presidentes escritores para albergarnos e iluminarnos la mente, que no el espíritu.
También soy “profe” con lo que de niños y niñas estoy genialmente servido. Y lo digo porque, aparte de la eterna discusión de “deberes sí o deberes no” —donde no voy a entrar, porque eso es más peligroso que discutir con un vegano si el huevo Kinder se puede comer porque lleva leche, pero me mola el juguete—, sí que lo voy a hacer en el rollo de los partidos oficiales de las escuelas deportivas. Siempre desde mi modesta opinión por supuesto.
Yo recuerdo ir al Instituto Miguel Hernández los sábados, a las nueve de la mañana, a jugar al fútbol con mi Puch Condor III azul y blanca porque había una liguilla y los del equipo —nos llamábamos los Quebrantahuesos que, por cierto, éramos muy malos y perdíamos todos los partidos, pero luego nos zampábamos los triángulos de chocolate de una panadería que estaba cuesta arriba como si no hubiera un mañana, pero íbamos nosotros porque queríamos— lo pasábamos genial. Pero no dependíamos de nadie. Íbamos a disfrutar de un día de deporte aprendiendo que hay que saber perder, cosa que aprendíamos sábado tras sábado.
Ahora no, ahora es ley e increíblemente te meten partidos de baloncesto, fútbol o de lo que sea a niños y niñas de primaria a las nueve de la mañana de un sábado, estáte a las ocho y media para entrenar, no sea que no nos clasifiquemos para la NBA y tengamos el disgusto del siglo, pero espero que hayas pagado la camiseta y, si es posible, la lotería y, si es posible, el almanaque y, si es posible, el detalle del día del padre pero de la madre se nos ha olvidado aunque sean ellas las que están ahí helándose el culote tragándose todo el entrenamiento mucho más que ellos.
Luego los más mayores juegan después. El mundo al revés.
Pero hemos perdido el juicio. Que los pequeños jueguen más tarde, que los padres y madres que los han de llevar y que también trabajan no tengan que levantarlos a las siete de la mañana de un sábado después de toda una semana de cole y de entrenamientos para un partido que, desde luego y precisamente, para ellos y ellas es importante, pero que el horario tiene tela. Sin olvidar que esos y esas padres y madres también suelen tener niños y niñas más pequeñas, que también han de pegarse el madrugón, con lo que no es raro ver a un bebé helándose en una grada de acero a las ocho y media porque, claro, hay que llegar para entrenar casi ayer. ¡Que jueguen los pequeños a las doce!
Conozco alumnos y alumnas que los y las dejan en la matinera a las ocho, se quedan a extraescolares hasta las mil y luego natación, inglés y lo que sea.
Hay que hacer cosas sí, pero en condiciones correctas. Los niños no son seres donde ir estacionándolos cada hora como en la zona azul y luego ya a casa y bueno, si no se hacen las tareas del cole pues como que tampoco pasa nada, si sólo es el cole, pero si es normal, si están agotados. Pero que lo de poner partidos a esas horas tan tempranas a niños y niñas tan pequeños me parece un crimen. Evidentemente los ponen profesionales que no entiendo muy bien la valoración que siguen para los turnos, pero que bueno que luego, si no vienes a entrenar no juegas, porque no eres solidario con el equipo. Eso sólo le estaba permitido supuestamente a Romario.
Y ahí es donde me parto.
Hay equipos que avisan, bueno para mí es una supuesta (o suena a eso) advertencia subliminal (por no llamarlo de otra manera) que te dicen que si no vas a entrenar todos los días no juegas. Yo puedo entenderlo hasta cierto punto, que alguien que nunca va no está en condiciones y se ha perdido toda la técnica y estrategia y complicidad y puesto en el campo. Hasta ahí me lo puedes vender. Pero.
Yo he presenciado entrenamientos donde los entrenadores o entrenadoras están charlando y no concentrados en sus deportistas y hasta perdiéndolos de vista durante más de media hora con el peligro que eso supone cuando se trata de un menor, que te la lía en un ¡ay!
Segundo: quizá esos pequeños y pequeñas tienen padres que trabajan y no pueden llevarlos todos los días, que los llevan cuando pueden porque hay una vida detrás y, entiendo, no sólo hay que valorar que no están, al contrario, también premiar cuando se acude si se sabe —que sería lo suyo en menores— la casuística personal y, al final, se convierte un acto deportivo en un momento de tensión familiar.
Pues sí. Hay una vida y muchas detrás y cuando un deporte se convierte en una competición, ya a nivel personal contigo mismo, porque la propia situación te lo está inculcando “no nos decepciones”, mal rollo. Y tus padres no te pueden llevar y te vas a llevar bronca y no jugar, y todo recae en el menor. Pues las ilusiones como que ya afectan de otro modo.
He asistido a partidos donde los entrenadores insultaban a sus jugadores, jugadores quiero decir niños de catorce años o menos; donde sus propios padres y madres insultaban a sus hijos por fallar una canasta o un penalti o mandar una pelota a la red de tenis; donde se ha perdido el respeto, los papeles y los modales entre padres y madres de distintos equipos, pero como que da igual, que si yo fuera padre y un entrenador insulta a mi hijo porque falla un tiro pues habría que valorarlo seriamente, sobre todo si mi hijo o hija es menor y sale traumatizado porque una pelota no entró en un aro o en una portería o no cruzó una red un sábado a las nueve de la mañana de diciembre con el frío que hace.
El deporte también es educación y la educación conlleva el respeto a las reglas, de acuerdo, pero primero a las personas. Creo que a la peña se le está yendo todo de las manos y se genera una violencia que se traspasa a los propios jugadores. ¿Jugadores? Quise decir niños y niñas que la ludopatía, a lo mejor, no es sólo cuestión de máquinas recreativas. No creemos adictos a la victoria y sí a ser lo mejor de sí mismos en las medidas de sus posibilidades y de su esfuerzo. Que tampoco digo que si uno es un vago lo premies, que no, que los hay, pero creo que se me entiende.
Pero que, cambiando de tema, que estamos en el mes del supuesto timo de las rebajas. Ese momento donde acudes a tu tienda habitual y no te hace falta ningún DeLorean para viajar en el tiempo porque, lo que ayer había, hoy ha regresado como cinco años atrás y ni siquiera está planchado. Si es que hasta huele a antiguo. Llámalo vintage. Incluso la gama de colores de la ropa. Es como el pretérito imperfecto de la moda.
Pero lo gracioso es que la gente se lo lleva. Lo que sea. No hay filtro. Ya vale todo y no nos quejamos de nada. Como la subida de los precios. El otro día, una cafetería céntrica, un café, 2,45 euros, lunes, 9 horas. El mismo café, 3 euros, miércoles, 9 horas. ¿La causa? ¿Dos días? Y sin avisar. Y lo aguantamos. La respuesta es que somos tontos.
Recuerdo hace años, pero muchos, ir a Castalla. Llegó la hora de comer. Yo, como todo el mundo sabe, me sacas de la pechuga asada y tenemos el lío pero mi hermana se pidió un gazpacho. Hasta ahí todo normal. Como en esos lugares todas las mesas son como un Gran Hermano por la proximidad pues pedimos la cuenta y, una pareja que se encontraba al lado, coincidió pidiéndola. “Es tanto y tanto”, resonó en voz que se escuchaba claramente. Cuál fue nuestra sorpresa que el mismo gazpacho a la mesa de al lado les había costado mucho menos. Ante la duda, al mesero le pregunté el motivo de que a nosotros un precio y a ellos otro por el mismo gazpacho. La respuesta, y esto es real pero del todo: “es que ellos están sentados en mesa cuadrada y ustedes en mesa redonda.” Gazpacho en mesa cuadrada, recuerdo hasta escribir un artículo cuando mi época de La verdad con el gran don Ramón Gómez Carrión.
Pagamos, nos levantamos y nos fuimos. Y fuimos tontos por no denunciar. Pero lo dicho, que tragamos con todo.
Y hablando de tragar, espero que pongan los puestos en el porrate de San Antón para comprar las bolas rojas y amarillas de caramelo. Aunque ahora incluso podrían decirte de todo por comprar caramelos con los colores de la bandera española que hasta para esas cosas, al parecer, habrá que tener cuidado. Recuerdo con todo el cariño del mundo cuando se ponían los puestos en la Misericordia e íbamos a comprar las chuches.
Hoy todo ha cambiado, aunque continúan el Copacabana, el Valencia Once y el Panteón de Quijano que es un lujazo que no todo el mundo aprecia y al que las personas mayores podrían llegar de manera cómoda, —“Barcala, patinetes para la tercera edad”— , pues el carril patinete pasa por delante de la misma iglesia y hasta de manera peligrosa porque, sorprendentemente, estando el cuartel de la Guardia Civil al lado, la peña va a toda velocidad y en direcciones prohibidas, que es tan sencillo como que cualquier agente se pusiera un día delante de la parroquia a controlar el límite de velocidad y la cosa cambiaría del todo.
Rock and roll.
Banda sonora, Tren de largo recorrido versión en directo de La Unión.
En fin, que ustedes lo lean, lo pasen y lo paseen bien.
Verdades ‘infantiles’ con ingenio e ironía… Y gracias por citar mi nombre cerca del de Santa Teresa. Te deseo mucha salud y rezo a la santa de Ávila para que te la alcance y te la conserve. Un fuerte abrazo.
Las gracias no se merecen don Ramón. Es usted de una modestia que le hace más grande si cabe.
Un abrazo y en cuanto me recupere el café está mandado.
Gracias por sus buenos deseos para conmigo.
Un abrazo.