De pequeños, cuando el cine era en doble sesión y era aquel espacio casi la única gran escapada que nos podíamos permitir, antes de que los maratones de fútbol inundasen las pantallas de televisión, antes de que los culebrones, los reality y todo esa fanfarria formaran parte de nuestra dieta cultural y lúdica de fin de semana, el cine, aquel que llenaba de historias hasta los pueblos más pequeños, era, mirado en la distancia, uno de nuestros principales sustentos para combatir el paisaje de escaseces que había al otro lado.
Y ya entonces, bien que ahora nos viene a la memoria, había como dos formas de estar allí, en el interior de aquellos templos donde habitaba la magia. Unos, los más, iban, íbamos, mayormente a ver la película, a meternos en su trama, a descubrir territorios ignotos, a soñar –sin saberlo aún- que otro mundo era posible; pero otros, los menos, solo parecían tener ya un solo objetivo: armar bulla. Armar jaleo. Porque, ciertamente, nunca les interesó el cine ni, mucho menos, lo que se contaba en aquellas gigantes pantallas, tan inabarcables como el territorio de nuestros propios ensueños. Ellos estaban a otra cosa. Sus intereses eran, claramente, muy otros. Aunque no lo sabíamos aún, lo suyo ya era el anticipo de una historia por venir.

Y a fuerza de ser sinceros bien que lo conseguían en muchas de las ocasiones. Tal era la bulla, tal el jaleo, que, a veces, hasta se llegaba a interrumpir la proyección de la película por unos minutos, lo que daba pie a interminables algarabías y pataleos en el patio de butacas y, mayormente, en el gallinero. Era aquella la forma de hacer el gamberro que el régimen permitía, porque fuera, en la calle, toda esa libertad de allí dentro, estaba, ya saben, constreñida por el miedo y el silencio impuesto por quienes pensaban y creían que solo era posible un único relato.
Y así sucede que a veces, da la sensación de que hoy en día pareciera que en el reparto de los nuevos papeles, en la nueva escenografía, poco se hubiese avanzado. Y que, como entonces, muchos de quienes cuando las luces se apagan y deberían sentirse coprotagonistas de la trama, de la historia de nuestras vidas, quienes tienen en sus manos hacer que el tiempo avance, solo parecen interesados las más de estas veces en hacer de vulgares gamberros, transmutados en matones de barrio de supuesto pedigrí.
Y todo ello mientras fuera, en la calle, lejos de los lugares donde se proyecta la gran película de nuestras vidas, los que sufren las consecuencias de lo que allí dentro pasa, están hartos, cansados, y les miran con esa misma rabia sorda como algunos de nosotros mirábamos a los que armaban la bulla de entonces. Quieren que aquello pare, que la trama no avance, y así todo parece como un imposible. No son mayoría, puede, pero el ruido que arman todo lo confunde.

Si se me permite el símil, el Congreso de los Diputados mayormente es la sala grande donde hoy se deberían mostrar las grandes películas, pero pareciera que hay algunos que están interesados en que parezca que allí dentro solo se proyecte una sola cinta, la película que solo a ellos interesa, la del ruido, la del jaleo, esa misma que casi acaba sepultando en el silencio lo sucedido esta semana última con la aprobación de la pionera, necesaria y sanadora ley para la protección de la infancia contra el maltrato y el abuso a menores.
Seguramente es esta ley otra de esas grandes películas de nuestras vidas, en la que, de una u otra forma, nos sentimos representados, más que nada porque todos, antes de ser lo que somos, antes de escribir estas líneas, fuimos una vez niños y sabemos e intuimos bien lo que allí sucedía -y sucede- en ese territorio cuando las luces se apagan y los ojos se cierran. Pero no, me temo que no, que la bronca a su alrededor ha sido tan ensordecedora, que el altavoz de Madrid es tan grande y distorsiona tanto, que, otra vez, una buena cinta y una muy buena historia como esta, ha quedado aplastada por ese infernal ruido, el indescifrable jaleo, la bulla de siempre de quienes -ya está escrito- solo están interesados en que se pase siempre, una y otra vez, la misma cinta. La suya.

Dicen, así le llaman ahora a estas cosas, que lo que pretenden realmente es imponer su relato, ensuciar el debate con hechos alternativos, plantar sus intereses en el huerto que es de todos. ¿Qué relato? ¿Qué hechos alternativos? No les parece suficiente relato el sufrimiento de fuera, el sordo rumor de la calle, el de las interminables colas del paro, el de las listas insufribles de los comedores sociales contra el hambre. Tan es así que, cuando de vez en cuando, muy de vez en cuando, sale alguien en la radio, en la tele, y habla pausado, no grita, no insulta, no desprecia, nos parece que ese tiene poco recorrido. Que su trama no va a interesar a casi nadie. Que su relato está condenado a ser cortocircuitado una vez y otra.
Y es que debe ser que la democracia, como bien nos recordara estos días el escritor Javier Cercas a propósito de su enésima denuncia contra el acoso que sufre desde una parte del independentismo excluyente, es mejor que sea aburrida. ¿Y, claro, a quién le interesa el aburrimiento? Debe ser eso. Y que a muchos les cuesta entender que si no es aburrida no es democracia. Y debe ser por esto mismo que a algunos, no sé si a la mayoría, nos gusta tanta el cine. El que permite que las cosas que importan puedan verse y escucharse hasta el final, a ser posible sin cortes bruscos. Sin ruidos extra. Sin interrupciones ni algarabías innecesarias… más o menos tal y como lo canta Luis Eduardo Aute:
Cine, cine, cine Más cine por favor Que todo en la vida es cine Que todo en la vida es cine Y los sueños Cine son.
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