La capacidad de contar la vida como una historia está al alcance de muy pocos, de muy pocas. Eso lo sabemos bien. Unos, los menos, la utilizan para hacernos volar hacia territorios ignotos, para ayudarnos a transitar en este camino empedrado de dificultades. Son aquellas voces que nos provocan calma, sosiego, aunque sus relatos sean terroríficos y, ciertamente, ¡les necesitamos tanto! Otros, otras, intentan imitarles pero consiguen justo el efecto contrario. Sus metáforas, sus cuentos, solo dividen, enfrentan. Sus relatos solo crean ruido. Desasosiego. Extrañeza. Zozobra. Amenaza de naufragio. Y a veces sucede que no sabemos muy bien qué hacer con ellos, ni cómo reconocerlos.
El relato, la fabulación, bien lo sabemos también, forma parte de todas las culturas. De una u otra forma, siempre está ahí para ahuyentar miedos, para procurar calma, para entreabrir las puertas cerradas de los sueños por donde se cuela y se evapora a un tiempo el miedo a lo desconocido. Cada uno tenemos la conciencia del comienzo de esos relatos en algún punto de nuestra geografía personal. Habría más pero yo, de crío, bien recuerdo uno de ellos. Fueron algunas noches, tras horas de correrías por las callejuelas de tierra y polvo de aquel pueblo donde crecí (el asfalto y todo eso solo existían en contadas calles), de juegos en el interior de casas en ruinas, de perseguir balones remendados con porterías de piedra y goles imposibles, cuando la pandilla del barrio hacíamos pequeños altos y corros para hablar de nuestras preocupaciones más cercanas. Eran, debían ser, noches calmas, posiblemente otoñales, y a ellas, de vez en cuando, se sumaba un niño, más bien ya un adolescente, de nuestra edad pero al que ya sin saber muy bien porqué veíamos como mayor a todos nosotros.
Éramos gente, criaturas, para las que existía un mundo físico conocido, el nuestro, conformado por espacios reconocibles, transitables en nuestras horas de idas y venidas, de correrías sin fin; y otro mundo exterior, desconocido, el que empezaba a asomar por las escasas pantallas de TV en blanco y negro del final del negro franquismo, siempre a las horas programadas, aquel que emergía de las páginas de los pocos libros a nuestro alcance. Era este un mundo lleno de peligros, pero al tiempo repleto de promesas de felicidad entrevista. Ese espacio exterior era todo el resto del mundo al que algún día nos gustaría salir (eso pensábamos entonces), pero del que desconocíamos sus reglas.
Ese amigo nuestro tenía dos cualidades muy importantes. Una, que era capaz de fabular el presente. Y dos que, pese a su juventud –ya he dicho que era casi de nuestra edad– ya hacía incursiones físicas en ese otro mundo exterior tan deseado por nosotros, zagales y críos venidos unos de zonas rurales y otros nacidos en aquel pueblo, pero todos desconocedores de la gran ciudad con todas sus promesas y peligros. Pues bien, en aquellas noches sus experiencias, sus relatos, eran todo un canto de sirena para todos nosotros, pequeños Ulises de pueblo sin metas reconocibles pero llenos de travesías aplazadas. Ese joven, ese niño, es hoy un escritor, un buen y gran escritor.
Sus historias, que muchos de nosotros escuchábamos embelesados, hablaban de gente normal, de gente de la ciudad, de gente de la costa, especialmente de un sitio que llamaban Benidorm, pero su manera de hacerlo, de decirlo, nos hacía pensar en otra cosa. Nos ayudaba a soñar. Él, Miguel Sánchez Robles (así se llama), seguramente, no lo recuerde, o quizás sí, pero nosotros fuimos sus primeros lectores, sus primeros oyentes, sus primeros críticos sin saberlo él, sin saberlo nosotros.
Y luego, como decía, están esos otros malos contadores de historias. Sucede esto último especialmente en el ámbito de eso que podríamos llamar la gestión de lo que es común a todos, donde hoy en día se juega de verdad el tipo de sociedad a la que aspiramos, el tipo de mundo en el que nos gustaría vivir, el tipo de hábitat que nos gustaría dejar en herencia a nuestros hijos.
Son muchos de estos últimos gente que intenta mostrarse especialmente ingeniosa, con apariencia de hiperactividad, que una y otra vez tratan de sorprender porque creen tener ideas geniales que otros no se atreverían ni a verbalizar por miedo al ridículo, pero a ellos todo eso les importa poco porque están convencidos de su papel mesiánico. Son gente que intenta robar la pócima mágica al buen contador de historias, pero que casi siempre terminan estropeando, porque sus finales suelen ser pura frustración, arena entre los dedos.
Precisamente en aquellas noches de relatos fantásticos y en aquellas noches otoñales de pueblo pensaba estos días cuando escuché hace nada decir que una presidenta de una Comunidad autónoma –no creo que haga falta decir su nombre– había ideado la fórmula mágica para luchar contra los terribles efectos laborales de la pandemia: la creación de la “Cartilla Covid”, donde se reflejarían los resultados de las pruebas PCR, si se tenía o no inmunidad ante este virus cada vez más desconocido. Todas esas cosas que tanto preocupan y ocupan a la comunidad científica sin que haya respuestas claras, rotundidad en el enfoque, pero a las que ella había encontrado la mágica solución: marcar a cada ciudadano del territorio por ella gobernado con una cruz. Cada vecino, una cartilla; cada ciudadano un pasaporte.
La dura reacción de esa misma comunidad científica casi sin excepción a este nuevo cuento –hubo otros muchos que le precedieron– fue de tal magnitud, de tal grado, que al día siguiente aquello no pasó de ser, en boca de su vicepresidente, casi otra ocurrencia. Otra mala praxis política de alguien que antes que atender a lo próximo, dar respuestas cercanas a las preocupaciones de sus vecinos, de sus profesionales sanitarios, de los rastreadores que no hay, prefiere ir encadenando cuentos.
Nada nuevo, dirán. Y es cierto. Otros lo hicieron. Otros lo hacen. Otros lo harán. La vida de algunos de ellos, de cuyas decisiones depende media humanidad, parecen también un puro mal cuento. Huyen de la realidad, esa que le devuelve el espejo, y anda todo el tiempo inventando enemigos a los que combatir. Enemigos que justifiquen la pelea, el encontronazo. Lo hace casi a diario un tal Donald Trump. Lo hizo –recuerden– aquí, en la Comunidad Valenciana, otro dirigente del que tampoco es menester recordar su nombre que dividió el mundo conocido entre buenos –ellos y sus seguidores, sus votantes, sus empresarios, sus medios de comunicación…–, y sus enemigos, los que no estaban dispuestos a compartir vagón ni trapacerías. Lo hizo al pintar de ladrillos el territorio, como si fuera un decorado idílico donde la felicidad estaba al alcance de la mano con solo alargarla (Tierra de oportunidades, lo llamaban, ¿se acuerdan?) y que resultó ser un decorado cartón piedra al más puro estilo Far West. Lo hacen, en definitiva, los nacionalismos –todos–, los extremismos –todos también–, los que con sus banderas e himnos pareciera que solo viven de procurar ese mismo enfrentamiento. La misma división.
En todo eso pensaba estos días… De modo que sí, quizás en tiempos como éstos sería hora de reivindicar, otra vez, a los buenos relatores de historias y echar por la borda a tanto y tanto imitador que salpica sus vidas y las nuestras de tantas y tantas malas historias. Sería recomendable, sí, pero posiblemente no sucederá porque necesitamos tanto los cuentos que, a veces, perezosamente y a falta de buenos contadores de historias, nos quedamos con lo primero que llega. Con el primero que pasaba por ahí.
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Muy buen artículo Pepe. Una cartilla Covid sería marcar a la gente como hicieron los nazis con los judíos poniendoles en la ropa la estrella de David, como se marca a las ovejas. Si por mala suerte hubieras o hubieses tenido la infección y ya recuperado, siempre quedarás marcado por los familiares -que son los peores- amigos y vecinos. Dirán A»Ese que va por ahí tuvo el covid 19, no te acerques no lo saludes, no le hables, no vaya a ser que te contagie». Como antecedente leproso. Porque en la vida hay mucho Judas Iscariote.
Esas son las razones y esas que describes Ramón los peligros las consecuencias de una medida que pasa por ser una solución y acaba convirtiéndose en un problema añadido.
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Gracias por este artículo escrito como un cuento. Porque necesitamos de cuentos que ficcionen nuestros sueños, no nuestras vidas.