Cuando el alcalde de Madrid José Luis Martínez-Almeida se lanza al barro y dice que tan democrático es votar poner el “mural de las mujeres” en el polideportivo de Ciudad Lineal como votar para quitarlo se olvida de una cosa: de la Historia. La Historia en mayúsculas se puede hacer hacia adelante o, también y desgraciadamente, hacia atrás. Y él, claramente, apuesta por desandarla. ¿Puede ser igual de democrático votar ampliar derechos que votar quitar esos mismos derechos? Podría ser. Pero que pueda serlo no quiere decir que sea lo correcto. Que sea digno. Que sea justo.
Empujar para hacer visible lo invisible, para hacer visible la lucha de la mujer, de las mujeres, por ocupar espacios que la sociedad les ha negado desde casi siempre, es un acto democrático, sanador. Tomar decisiones para ocultar, borrar, invisibilizar esa misma realidad, puede que sea democrático, sí, pero deja entrever una cierta misoginia, una cierta manera de ver las cosas contra la que deberíamos estar básicamente de acuerdo: la igualdad en poder ser representados nada tiene que ver con quienes seamos porque «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social» (Art. 14 de la Constitución Española).
Como sociedad somos, en parte, aquello que nos representa. Buscamos y nos peleamos por la representación en el espacio público (a veces, también, en el privado) para acomodar nuestra conciencia y como forma de ejercer el poder. Y lo hacemos mayormente para poder caminar por sitios y lugares que no nos incomoden. Para dejar constancia de nuestro papel en la historia. Para decirle al otro cuáles son nuestros principios, nuestros valores. El lugar que ocupamos en la sociedad.
Nuestros pueblos y ciudades reflejan casi siempre esa pelea, esa lucha. De ahí, en parte, y como bien sabemos en este país las disputas constantes, casi infinitas, por los nombres del callejero, de las plazas donde vivimos, de las estatuas que ponemos en esas mismas plazas, por las exposiciones que albergan nuestros museos y, última y afortunadamente, por los murales con que adornamos nuestras grandes y frías paredes cementadas y sin alma que recorren la geografía de nuestras ciudades. Queremos –y tenemos derecho– a caminar por sitios que no nos molesten, que no nos agredan. El problema está, o puede estar, en dónde ponemos esa línea que separa lo que es permisible y lo que no debiera ser. Ahí está el dilema. La discordia. La pelea infinita.
Durante siglos, fueron dioses y reyes casi los únicos que tenían derecho a ser pintados, retratados, esculpidos como medio de ser reconocido su poder. Solo ellos parecían tener derecho a la eternidad del cuadro y de la escultura. A ocupar el espacio público. Poco a poco, y no sin gran sufrimiento y dolor, la capacidad y posibilidad de ser retratado, de ser reconocido como individuo, se fue ampliando y democratizando. Primero nobles, más tarde burgueses, pasaron a engrosar el paraíso de la finita eternidad del dibujo, del cuadro, a dar vida a la fría piedra. Y así hasta que la fotografía y el mural –y los derechos de justicia, igualdad y fraternidad– lo cambió todo y en gran medida se universalizó la capacidad y posibilidad de ser representados y reconocidos por el otro sin atender a la cuna que nos acogió.

¿Qué tiene el mural del polideportivo de Ciudad Lineal que el PP y Ciudadanos por chantajista exigencia de Vox querían borrar a cambio de unos votos presupuestarios? Mujeres. Solo eso. Mujeres. Grandes mujeres. Algunas, incluso poliédricas. Con aristas, puede. Tiene imágenes icónicas de grandes artistas (Frida Kahlo); de activistas por los derechos humanos (Rosa Parks) y por los derechos de los pueblos indígenas (Rigoberta Menchú); tiene representada a la primera gran astronauta (Valentina Tereskhova); tiene mujeres comandantas, mujeres poetas, mujeres pintoras, activistas por los derechos LGTBI…
¿Entonces? ¿Cuál era el problema? ¿Que había, algunas de ellas (Liubmila Pablychenko, Kanno Sugako, Comandanta Ramona…), cuya biografía a los ojos del presente y de lo políticamente correcto puede ser discutible? ¿Pasamos el mismo rasero a los cientos, miles, de hombres, que nadie cuestiona y que han protagonizado la Historia y que hoy llenan museos, libros de historia, dan nombre a calles, plazas y avenidas y cuyas biografías están llenas de atrocidades? ¿Hacemos eso?
Seguramente el problema era, es, que de manera inconfesable molesta que se dé visibilidad a que esas mujeres ocupen el espacio reservado a los hombres. El problema está, como casi siempre, que hay gente que prefiere caminar hacia atrás en la Historia y que cuando lo hacen hacia delante siempre es arrastrando los pies. No lo dicen así, claro, pero sus gestos más simples, como ese de hacer batalla para borrar el “mural de las mujeres”, les delatan, más incluso que sus grandes decisiones políticas.
Por eso, cuando el alcalde de Madrid dice que tan democrático es decidir poner un mural como quitarlo, cuando ya puestos dice también que él sería partidario de vacunar primero a los altos responsables políticos, a los miembros del Gobierno, a quienes más poder detentan, lo que está dejando entrever es que él, personalmente y como alcalde, se siente en parte heredero de ese testimonio e historia tan antigua y vieja de cuando solo reyes y dioses –después nobles y burgueses, pero eso fue mucho después– tenían casi el exclusivo derecho a ser recordados. A ser retratados. A ser reconocidos. Y eso, y mayormente, porque estaban convencidos de que sus vidas eran mucho más valiosas que todas las vidas del resto de hombres y mujeres.
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