La pobreza y la desigualdad como concepto y como realidad hiriente forma parte del cuadro más sórdido de la historia de este país. Del pasado, sin duda, pero también del ahora. Nos ha acompañado como una pesada losa, como un candado que nos impedía avanzar, y ahí parece seguimos. Viajamos con ella y nos debería golpear, aunque a veces tanto cueste verla. El Ingreso Mínimo Vital que algunos se apresuraron a descalificar (“Arruinará el país”, afirma el ínclito José María Aznar) antes incluso de su nacimiento sería solo un intento de romper esa negra sombra que nos persigue demasiado tiempo.
Y es que la pobreza que, como decíamos, a veces tanto cuesta de ver, sigue estando ahí. A poco que rasgues la telaraña política que nos envuelve, a poco que seamos capaces de limpiar la mirada desconfiada con la que nos miramos unos a otros tantas veces. Puede que disfrazada, pero ahí sigue. Hubo un tiempo no muy lejano en el que la pobreza se veía. Era casi palpable. Se había integrado en nuestra piel.
Casi no hace falta recordar las imágenes de los años que siguieron al final de la guerra civil, las escenas años sesenta donde tullidos y represaliados pululaban por pueblos y ciudades para recoger los escasos restos que se caían de los banquetes de la recién estrenada opulencia de unos pocos. Tiempos del “siente a su mesa un pobre por Nochebuena”. Tiempos de caridad como medio para justificar los fines (Luis Buñuel, Viridiana, mismamente). Tiempo en el que “esa gente” tenía reservado su espacio en la puerta de las iglesias y recorrían puntualmente las casas de los “otros vecinos” en busca de un mendrugo de pan. Estaba, ya lo hemos dicho, socialmente aceptada y formaba parte del paisaje. Era el bálsamo que limpiaba conciencias. Una pobreza, incluso, que se ejercía, si se permite la expresión, con una cierta dignidad.
Como imagen icónica y resumen de aquel tiempo ahí está también la película de Los Santos Inocentes basada en el libro homónimo de Miguel Delibes y donde en 103 minutos están recogidos siglos y siglos de una pobreza inmisericorde, unas relaciones sociales de servilismo llevadas al extremo, pero justificadas socialmente en el paternalismo del terrateniente que todo da y todo quita. Hoy podemos caer en la tentación de creer que ese mundo, el que encarnaban en la ficción Alfredo Landa, Terele Pávez, Paco Rabal… está superado. Y puede que la respuesta sea doble. Sí y no. Y ambas al mismo tiempo.
Una definición actualizada de pobreza extraída de la Wikipedia nos recuerda que hoy en día la pobreza es “la situación (que sufre una persona, un grupo de personas o una región) de no poder satisfacer las necesidades físicas y psicológicas básicas por falta de recursos como la alimentación, la vivienda, la educación, el agua potable, la electricidad”. ¿Cuántos cientos de miles de personas pueden comer hoy en día en este país gracias a los comedores sociales, a los bancos de alimentos? ¿Cuántos cientos de miles de niños hacen al menos una comida caliente al día gracias a los comedores escolares? ¿Cuántas familias con hijos pequeños, cuántas personas mayores, fueron expulsadas violentamente de sus viviendas por no poder hacer frente a los alquileres en los peores años de la crisis? Y más aún: ¿Cuántos cientos de miles de trabajadores tienen hoy en día sueldos que no les alcanzan para “vivienda, comida, educación, agua, luz…”?
Es esta última, puede, otra clase de pobreza. Son si se quiere nuestros Santos Inocentes siglo XXI, pero sus consecuencias para la dignidad de un país puede que no sean tan diferentes a aquella de las imágenes de la película dirigida por Mario Camus porque nos dibujan, otra vez, un relato entre el nosotros y el ellos como vías paralelas condenadas al abismo del no abrazo.
A veces la estadística, bien lo sabemos, sirve para deformar la realidad, pero otras nos da respuestas a cosas que no acabamos de entender por qué suceden. Muchas de las preguntas del párrafo anterior pueden encontrar en los siguientes datos algunas de esas respuestas. Según un informe de Ayuda en Acción a fecha de 2018 existían en España casi trece millones de personas en riesgo de pobreza, lo que suponía que cerca de una de cada tres personas lo estaba, siendo la infancia uno de los segmentos demográficos más golpeados. En esa misma fecha, este mismo informe recogía que los beneficios empresariales tras la gran depresión habían crecido un 200%, en tanto que los costes laborales permanecían estancados a precios de 2012 y el paro juvenil llegó a alcanzar el 45% frente al 20% de la media europea.
Y, como consecuencia y corolario de lo anterior, nos encontramos con que el conjunto del país ocupaba el tercer puesto con mayor desigualdad de los 28 países de la UE en aquellas fechas y solo por encima de Rumania y Bulgaria. ¿Cómo un país como el nuestro que está prácticamente en la media de renta per cápita de la UE ocupa tan lamentable posición en el reparto de la riqueza que genera? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué la mejora en la economía no ha significado el estrechamiento de la desigualdad sino su casi constante crecimiento?
Seguramente en todo esto tiene mucho que ver un sistema fiscal que no ha servido para reequilibrar la riqueza en la medida que habría sido necesario y donde la recaudación de todas las administraciones procede en un 83% de los impuestos directos, los que pagan familias y trabajadores (IVA, IRPF, etc.), mientras que solo alrededor del 12% lo estarían aportando sociedades. Más estadísticas si se quiere pero que dibujan que el país de los Santos Inocentes no acaba de borrarse del todo y que hace que muchos de nosotros seamos, sin saberlo, “el señorito Ivan” (Juan Diego) y el “don Pedro, el administrador del cortijo” (Agustín González) del muy celebrado film de Camus.
Por todo esto cuesta tanto de ver y duelen tanto las razones que algunos dan para oponerse, confrontar, cuestionar e incluso calificar cínicamente de paguica, de subvención, un intento como el del Ingreso Mínimo Vital que se acaba de aprobar y que casi el único gran debate que ha trascendido de su contenido haya sido y esté siendo la pelea entre comunidades autónomas y gobierno central por ver quién lo va a gestionar. Poco parece importar el qué cuando se insiste tanto en el quién.
Seguramente es esta –el Ingreso Minimo Vital– una ley que deberá estar sometida a una constante mejora para evitar consolidar bolsas de pobreza estructural, que necesitará de continuas evaluaciones para que sus fines –reparto de la riqueza para aminorar la profundidad del pozo de la exclusión social y servir al tiempo de palanca que impulse el ciclo laboral de la población afectada– se cumplan. Pero a poco que gobierno y oposición (aquí deberíamos dejar fuera a Vox que ya se ha autoexcluido) alcancen un consenso mínimo que asegure su pervivencia en el tiempo, podríamos estar probablemente ante una de esas leyes que pueden ser la palanca de un gran cambio social para el país, no muy lejos de lo que supusieron en su tiempo normas como el Estatuto de los Trabajadores (1980), la Ley del Divorcio (1981), la Ley de la Dependencia (2006) o la Ley de Igualdad (2007) por citar algunas de ellas. Ese parece debería ser el reto. Hacer que Los Santos Inocentes sea una película que solo retrate el pasado. Nuestro pasado.
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