Hubo una época, no hace tanto tiempo, donde el ser humano podía escribir libremente aquello que se le antojara. Podía tener una mayor o menor acogida por parte del público, un abrazo cálido o un rechazo absoluto, pero jamás nadie se quedó sin decir aquello que quiso decir.
En la actualidad parece que empezamos a no ser libres, a que si no se escribe de la manera considerada “políticamente correcta” eres susceptible a un linchamiento popular, social e incluso mediático. Se percibe un aroma un tanto rancio en el que ya no se sabe si hay que pensar antes de hablar, hablar sin pensar o, sencillamente, no hablar.
La libertad de expresión, pensamiento y opinión son un derecho, pero, como tales, tienen unas obligaciones como el respeto, la no vulneración de otros derechos y no defender o exaltar ningún tipo de delito. Esto parecemos tenerlo claro, ahora bien, ¿dónde está el límite en el lenguaje propiamente dicho? ¿Estamos incurriendo en una ofensa si para referirnos a la totalidad del género humano utilizamos el término “todos” y no duplicamos escribiendo o verbalizando la misma palabra en su forma femenina? El debate está servido y abierto y de él se deben extraer las conclusiones más positivas posibles. Esto es, ¿sería correcto, periodísticamente hablando, escribir bajo esta duplicación permanente? Hemos pasado todos nuestros años de formación escuchando que la “corrección”, la “concisión” y la “concreción” son ejes fundamentales en una buena redacción periodística. ¿Significa esto, pues, que debemos olvidar todo aquello aprendido para comenzar a redactar bajo unos dogmas no bien definidos con los que no está de acuerdo la Real Academia Española de la Lengua?

La respuesta es compleja y difícil de dilucidar ya que se entremezclan términos demasiado grandes tales como la igualdad, la discriminación o el sexismo. ¿Será el lenguaje el que tenga el poder de conseguir una sociedad realmente igualitaria? O, más bien, ¿no será un burdo intento de manipular el lenguaje como hoy en día todo es susceptible de artificio?
Que se genere opinión social y pensamiento crítico no solo es positivo, sino que es puramente necesario para lograr una sociedad sana, justa y desarrollada. Pero, ¿es aquí donde se deben poner los esfuerzos? ¿Es esta la carne que hay que poner y es este el asador?
Estamos llegando a un punto tedioso en el que a los que escribimos nos cuesta ya hacerlo de manera natural. La esencia se pierde con tanta ornamentación, con tanto “bienquedismo” y con este servilismo injustificado ante una sociedad, muchas veces, desconocedora.
Vivimos en un momento donde todo el mundo puede opinar sobre cualquier tema, en cualquier foro y con mucha o poco repercusión, pero ello no puede ni debe significar que cierta parte de la sociedad se vea doblegada o cuestionada por la otra parte. Nos estamos volviendo inquisidores, propagandistas y, en cierto modo, esclavos del lenguaje.
¿Es esto lo que debemos hacer con nuestra lengua? ¿Ha llegado el momento de desandar lo andado y empezar de nuevo? ¿Comenzamos a llenar nuestras palabras con símbolos como la arroba, la “x” o creamos un nuevo género neutro, entre otras cosas? Como he comentado antes, el debate está servido. Pero, por favor, debatamos con criterio, con altura y, especialmente, con palabras.
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