Yo, pequeño filósofo, he cogido mi paraguas de seda roja y he montado en el carro, para hacer, tras largos años de ausencia, el mismo viaje a Yecla que tantas veces hice en mi infancia. Y puesto también como viático una tortilla y unas chuletas fritas. Y he visto también desde lo alto del puerto los puntitos imperceptibles del poblado, allá en los confines de la inmensa llanura, con la cúpula de la iglesia Nueva, que irradia luminosa. Y he entrado después en la ciudad sombría… Todo está lo mismo: las calles anchas, las iglesias, los caserones, las puertas grandes de los corrales con elevadas tapias. Y por la tarde he recorrido las calles anchas y he paseado por la huerta. Y al anochecer, cuando he vuelto a la casa en que vivió mi tío Antonio, he dejado mi paraguas en un rincón y me he puesto a escribir estas páginas (…)
(Azorín: “Las confesiones de un pequeño filósofo”)
De la trilogía de Antonio Azorín, este último libro (“Las confesiones…”) es el que mejor recala en detalles y formas de hacer, de pensar y de sentir, supuestamente del mismo autor. Y tiene de bueno que parece que va retratándose a sí mismo el mismo escritor, porque nos muestra sentimientos de vergüenza y de timidez en la época adolescente, que ya quiere dejar paso al adulto que toma sus decisiones y poco le importan sus temores adquiridos por la educación recibida, o por tanta y tan atenta lectura de libros de humanidades y de urbanidad, que demostró haber leído en sus muchas horas solitarias en sus casas varias donde todo era muy grande y silencioso, y él podía elegir el rincón de lectura más acomodado a cada circunstancia; eran, pues, eventualidades que jugaban a su favor por tener tantos espacios para elegir sin apenas moverse del hogar.
Las primeras letras las dedica a jugar con el lector simulando la pregunta del lugar donde escribió este libro. Y él contesta que lo ha escrito en una casa del campo alicantino castizo. Él mismo hace señas para que el lector siga sus argumentos:
El verdadero Alicante, el castizo, no es el de la parte que linda con Murcia, ni el que está cabe los aledaños de Valencia: es la parte alta, la montañosa, la que abarca los términos y jurisdicciones de Villena, Biar, Petrel, Monóvar, Pinoso. En uno de estos términos está la casa en que yo escribí este libro. Su situación es al pie de una montaña; el monte está poblado de pinos olorosos y de hierbajos ratizos, tales como romero, espliego, eneldo, hinojo; entre estas matas aceradas y obscuras aparecen a trechos las corolas azules o rosadas de las campanillas silvestres, o la corona nívea, con su botón de oro, que nos muestra la matricaria, peñas abruptas, lisas, se destacan sobre un cielo límpido, de añil intenso, y en los hondos silenciosos barrancos, escondiendo sus raíces en la humedad, extienden su follaje tupido, redondo, las buenas higueras o los fuertes nogales. Y luego, en la tierra llana, aparece una sucesión, un ensamblaje de viñedos y de tierras paniegas, en piezas cuadradas o alongadas, en agudos cornijales o en paratas represadas por un ribazo. Los almendros mezclan su fronda verde a la fronda adusta y cenicienta de los olivos. Entre unos y otros se esconde la casa. Cuando penetramos en ella vemos que su zaguán es espacioso, claro; está empedrado de pequeños guijarros; a la izquierda se divisa la cocina y a la derecha el cantarero o zafariche.
Esta es la casa, con los externos adornos que le da la naturaleza virgen, en donde José Martínez Ruiz, cuando aún no se había decidido por ocultarse tras el seudónimo de Azorín y tampoco era conocido por nadie de la literatura o de la política (que vendrían a ser sus grandes pasiones), donde escribió este libro y otros más en aquellos primeros momentos de su dedicación literaria, en los que describía lo cercano, lo que llenaba sus pulmones al respirar, lo que tocaba al pasear entre bancales de producciones agrícolas. Era aquí donde empezó a escribir cuanto latía en su corazón. Es en el Collado de Salinas donde dijo:
Quiero evocar mi vida.
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