Los grandes cambios no están siempre y necesariamente precedidos de grandes acontecimientos históricos. A veces, hay pequeños hechos que los enmarcan. Que el periodista Iñaki Gabilondo haya dejado el contacto diario con sus oyentes/lectores y declare que no quiere seguir haciendo análisis político porque está “empachado” no es cualquier cosa, sino que podríamos interpretarlo, posiblemente, como uno de esos pequeños acontecimientos que nos apuntan que un tiempo está tocando a su fin y que otro nuevo y cargado de desconcierto se otea ya en el horizonte.
Dice un viejo aforismo que nadie es imprescindible, que lo importante son los equipos, los proyectos. Es una verdad, como tantas, a medias. Si en el tiempo presente y en el mundo del periodismo había alguien que, de alguna manera, seguía siendo uno de esos imprescindibles, ese era, sin duda, Iñaki Gabilondo. Ya sé, sabemos, que a buen seguro habrá una buena lista de gentes que no piensen así, que se habrán alegrado incluso de su medio adiós, que lo hayan celebrado como una tardía victoria. Sucede siempre en toda batalla. Y esta lo fue por la decencia.
He sido –como tantos, en eso no hay mérito alguno– un fiel seguidor y un admirador de su trabajo desde hace mucho, tanto que da un poco de miedo mirar atrás. Siempre, como ciudadano y como periodista, me ha parecido que sus sucesivas apuestas profesionales, especialmente en su larga vida en la Cadena Ser, recogían lo que el buen periodismo debiera contener: esfuerzo, compromiso y principios.
Esfuerzo para estar atento a la calle, para oír su pulso, para darle cabida a los que raramente tienen voz, especialmente en los grandes medios. Compromiso con los valores de la democracia y, sobre todo y ante todo, con la justicia social y con la igualdad como faro al que mirar en caso de zozobra y duda. Y principios. Ésos donde la búsqueda de la verdad y la independencia no se negocian con nada ni con nadie y que te llevan, necesariamente, a alejarte lo más posible de las trincheras, más cuanto más próximas a ti son esas trincheras; principios para reconocer, si es necesario y lo es en muchas veces, tus propios errores, esa práctica tan cara en el mundo de la información de ayer y de hoy.
De modo que en el momento de este medio-adiós, casi resuena en mis oídos como si fuese hoy una serie de reportajes en su programa Hoy por hoy donde las historias las protagonizaban “personajes cruzados”. Eran aquéllas mayormente gentes anónimas y de recios principios republicanos que habían ayudado a salvar la vida a confesos hombres y mujeres que se declaraban nacionales en plena guerra civil; y junto a ellas, otros personajes que se habían alineado con los golpistas pero que, una vez finalizada la contienda, fueron la salvaguarda de republicanos cuyo destino más seguro era, sin duda, la pena de muerte o las negras peregrinaciones por las oscuras cárceles del franquismo. Era, creo recordar, principios de siglo y fue aquel, como tantos otros, un valiente ejercicio periodístico que pretendía reforzar la idea de la convivencia entre diferentes y apoyar que la bondad no habita solo en uno de los lados del espejo.
En este rosario de añoranzas recuerdo especialmente su paso por el Hoy por Hoy, programa que él fue cincelando con lo mejor de sí mismo. Casi siempre que le oía, desayunando en casa, camino del trabajo, en el propio trabajo, me reconfortaba porque sabía que no me mentía. Incluso, en aquellos días en los que su voz nos anunciaba otra tragedia más. Otro atentado de ETA. Incluso en las trágicas horas del 11-M de 2004.
En aquel sinsentido terrorista, en aquellos trágicos días, tan repetidos, tan seguidos, su voz y la de quienes caminaban con él tenía un hálito de esperanza, la misma que debe ver el que ha caído al fondo de un pozo en el reflejo de ese rayo de luz que se cuela desde el cielo azul. Era esa esperanza que nos es tan necesaria para poder seguir caminando y para que la rabia y el odio no ocupe todo el espacio, como bien sabemos sucedía en otros exitosos programas radiofónicos. Eso me parecía entonces, y para eso creo debiera servir también el periodismo. Para abrir caminos en la noche cerrada de la confrontación, la sinrazón, la intransigencia y la locura, esa que, en cierto modo, tan bien describe el presente que vivimos hoy en la calle, en la política y en el periodismo.
Su voz, su privilegiada mente de analista político, esa que ha seguido desgranando la actualidad de lunes a viernes en esos 3-4 minutos diarios de su videoblog durante los diez últimos años, y donde trataba de contener la rabia por la evidente degradación del panorama político y social, se ha apagado definitivamente y ya no nos acompañará más. El tiempo no perdona. Ni siquiera a él, que parecía, parece, inmortal. Es su derecho. Y porque tantos años desenredando el ovillo de la actualidad producen –se lo confesó a Angels Barceló al anunciar su adiós– “cansancio” y “empacho”. Su voz, ahora, se queda en un café semanal los miércoles. No será lo mismo, pero será una forma menos traumática de afrontar el ruido.
Era 2011. Y en las plazas ya vacías de este país aún resonaban los ecos de rabia y de esperanza que prologaron las “primaveras” de medio mundo. Aún podíamos oír el eco de aquel sanador 15-M tras el atracón insustancial de los años precedentes, y con él, el periodismo entraba en la mayor crisis de credibilidad de su historia en la que aún andamos.
Y ahí, en medio de ese negro horizonte recuerdo haber leído un pequeño libro suyo publicado entonces, El fin de una época. En él se reflexionaba sobre aquella perplejidad, las negras voces que vaticinaban que el periodismo había muerto, pero en aquellas mismas páginas latía también una renacida batalla por venir: el periodismo necesitaba un profundo cambio, sí, pero no había necesariamente fallecido. Y, cual Ave Fénix, resurgiría de sus cenizas, vigoroso, y sabría encontrar un nuevo camino. En palabras medio prestadas del propio Gabilondo el presente siempre está por venir y alguien tendrá que contárnoslo. Y ese alguien –vaticinaba él– con toda seguridad tendrá que ser algún otro buen periodista. Eso también lo recuerdo bien.
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