Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Opinión

“La sangre impura anega los surcos” (Verso de La Marsellesa)

En la toma de posesión del nuevo gobierno he visto ministros transfigurados y gente decente, presuntamente decente, condenados a ensuciarse.

Asisto en silencio, postrado por la vergüenza, a la toma de posesión del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y de sus ministros. Cito a la vergüenza porque me chirría por dentro una sensación de estupor ante el desfile de hombres y mujeres, vicepresidentes, vicepresidentas, ministros y ministras, que prometen lealtad al rey Felipe VI y guardar y hacer guardar la Constitución Española. Curiosa lealtad la que han prometido como miembros de un Gobierno que está dispuesto a vulnerarla.   

Algunos desfilan ante el monarca con un pin en la solapa de color rojo que identifican con una marca antifascista. Fanatizados por el oportunismo, pretenden aprovechar la plataforma de La Zarzuela para expresar una protesta, cuidadosamente encuadernada, contra la monarquía, o contra la Transición política heredada, según ellos, del franquismo. Es evidente que la Monarquía les estorba. Y la Transición emite unas ondas magnéticas de nostalgia que aún despiertan sensaciones optimistas en millones de españoles. Ambas molestan y deben ser destruidas. En eso están.

Uno de los portadores del ridículo entorchado enterró al Partido Comunista de España. Un insigne escritor le ha llamado, simplemente, “tonto”. Es suficiente. Un tonto en el poder. Si Carrillo levantara la cabeza le tatuaría el pin en la frente al modo en que lo hacían los malditos bastardos de Tarantino. El otro cosechó en las últimas elecciones menos votos que su bestia negra, el partido de la ultra derecha, inexistente en este país hasta hace poco tiempo. Es más peligroso, por lenguaraz y descaradamente ambicioso, que el sepulturero tonto. Al día siguiente de su perjuro ante el Rey posó en La Moncloa con pantalones vaqueros y al modo en que lo hacían los ladrones de caballos o los charlatanes vendedores de humo.

¿Quién cree a estas alturas que el Gobierno de Pedro Sánchez tiene el compromiso leal de preservar la Constitución Española? ¿Quién puede asegurar que sus pretensiones de reinventarla o interpretarla a su manera, o manipularla según le interese, no se llevan a cabo a instancias de quienes la detestan? Tras consultar a su espejo mágico, Sánchez aguarda su turno para entrar en esa cofradía de seres excelsos, salvadores de patrias. Admito mis dudas sobre el éxito o el fracaso de la misión que Eunomia, diosa de las leyes y del buen gobierno, le ha encomendado en la tierra. Pero no albergo duda alguna sobre su condición de mentiroso. Con ese estigma vivirá el resto de su vida.   

Me viene a la memoria –hace unos días vi la nueva película de Polanski– la espeluznante historia de la mentira y la infamia que es el Caso Dreyfus, y con ella el recuerdo de una frase extraída del manifiesto J’Accuse, del gran Emile Zola: “Asistimos al espectáculo de que los bribones se transfiguran y la gente decente se ensucia”. En la toma de posesión del nuevo gobierno he visto ministros transfigurados y gente decente, presuntamente decente, condenados a ensuciarse. Algunos ya lo han hecho. Pedro Sánchez ha sido transfigurado por la mentira y en su rostro se advierte, camuflado en una sonrisa de corte mefistofélico, el sesgo de la traición.

No hay esperanza para un país que ha perdido la confianza en sus políticos. ¿Queda alguien que la mantenga? No hay esperanza cuando encaramos el futuro más inmediato con la perturbadora premonición de la incertidumbre al final de la tormenta. No hay esperanza cuando a uno le viene a la memoria el verso de La Marsellesa, “la sangre impura anega los surcos”, y no puede evitar aplicarlo sobre la tierra de un país que ha sido engañado por quienes gobiernan y torpemente defendido por una oposición dominada por la mediocridad e inmovilizada por el estupor.

Esa sangre impura ya salpica conciencias colaterales, cala en instituciones y pudre los cimientos del mismísimo Estado de Derecho.

Esa sangre impura ya salpica conciencias colaterales, cala en instituciones y pudre los cimientos del mismísimo Estado de Derecho. Cuando la arbitrariedad se abre paso entre las leyes y quienes están obligados a cumplirlas son los primeros en cuestionarlas, es inevitable admitir que el Estado de Derecho empieza a desmoronarse. ¿Será España un estado fallido dentro de diez años? Hay politólogos que lo han pronosticado.

A veces me golpea la sensación de que las instituciones que han permitido el mayor periodo de prosperidad en la historia de este país han sido minimizadas, reducidas a una expresión de pin –fascista–. Han dejado de ser lo que eran o están en proceso de metamorfosis hacia la nada. La sensación de que no existe la monarquía, o solo una imagen quebradiza y confusa de la monarquía; ni el gobierno, o nada más que unos hombres y mujeres sometidos a la volubilidad de un presidente que solo es leal cuando se observa repeinado ante su espejo mágico; ni los jueces, o solo unos togados sometidos en sus despachos a presiones intolerables; ni las empresas, o solo unas empresas que no se atreven a hablar por temor a ser represaliadas; ni los trabajadores, o solo unos trabajadores desinformados, indecisos y desconcertados. La sensación de que solo existe El Poder. El rostro pétreo del poder, sin referencias institucionales, a palo seco, se ha convertido en un monstruo autoritario al que se le permite todo.

Se olvida que la fortaleza democrática de una nación guarda relación directa con su capacidad de preservar el cumplimiento de la Ley

Desde el poder se admiten todas las clases de beligerancias: desde las graves declaraciones unilaterales de independencia hasta la inocua exhibición de pines antifascistas. Desde el poder se cambia a conveniencia la dirección del viento y los mapas isobáricos de la política. Los ministros se desdicen y se disculpan con cinismo. Se toman decisiones que habían sido poco antes prohibidas. Se toleran insultos y desplantes. Se cambian fiscales para exonerar a culpables. Nadie parece dispuesto a admitir que tantas licencias corrosivas para la nación, por mínimas o inusuales que parezcan, solo evidencian la endeblez del Estado. Se olvida que la fortaleza democrática de una nación guarda relación directa con su capacidad de preservar el cumplimiento de la Ley, y que en un Estado de Derecho los flujos de las mareas políticas solo los determina su Constitución.

Hay otras sangres impuras, además de la corrupción, que anegan los surcos del país: la arrogancia, la ambición, la mentira, la inmoralidad política. Los corruptos están, casi todos, en la cárcel. Pero los arrogantes, los mentirosos, los inmorales, los perjuros están libres. Escandalosamente libres. Y empieza a ser generalizada la impresión de que no se les va a detener, ni se les puede detener, ni se les quiere detener. Diríase que, de repente, a todos ellos les protege una extraña corteza que los hace inviolables, y hasta a los sediciosos y malversadores se les abre las puertas de las cárceles para que asistan a sesiones parlamentarias. Un ayuntamiento embarga la cuenta de un ciudadano por no pagar una multa de tráfico, pero el presidente del Gobierno acepta, “encantado”, citarse con el máximo responsable de una comunidad autónoma que se jacta de haber burlado la ley y se jalea a sí mismo diciendo que no tiene obligación de cumplirla.

Todos los caminos abiertos parecen estar orientados a un neofascismo con pines antifascistas en las solapas o a un neobolchevismo madurado en Vista Alegre. Pedro Sánchez está mucho más cerca de Putin y Erdogan que de Macron y Merkel. A pocos extrañaría que el iluminado Sánchez se atreviera a edificar una revolución al más puro estilo de sí mismo. Está convencido de que ha sido puesto en la tierra para hacerla. A su espejo mágico le encanta lo del sanchismo. No obviemos, sin embargo, el riesgo de que gobiernos empecinadamente progresistas se han convertido a menudo en pandas de reaccionarios. Es lo que ha ocurrido con Nicolás Maduro, Evo Morales y Daniel Ortega. Y lo que también puede suceder aquí.

Manuel Mira Candel

Periodista en medios nacionales e internacionales; presidente de la Asociación de la Prensa de Alicante; Premio Azorín de Novela en 2004 con "El secreto de Orcelis" y autor, desde entonces, de más de doce libros, entre ellos las también novelas: “Ella era Islandia”, “Madre Tierra”, “El Apeadero”, “El Olivo que no ardió en Salónica”, “Esperando a Sarah Miles en la playa de Inch”, “Las zapatillas vietnamitas” y "Giordano y la Reina".

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