Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Lontananzas

La “movida” en los setenta

Elche, década de los setenta del siglo XX (Fuente: Memoria Digital de Elche de la Cátedra Pedro Ibarra de la UMH —elche.me—).

A últimos de los setenta, se desarrolló en la ciudad, todo un vasto movimiento social, musical, cultural y sobre todo, político, que transitaba por las arterias céntricas adyacentes a la calle Velarde, de Elche, donde se encontraban la mayoría de tascas de moda, donde acudían estudiantes, maestros de escuela, universitarios y algunos pocos obreros concienciados políticamente: aunque estos últimos acudían los fines de semana, porque trabajaban hasta muy tarde y el cansancio era evidente: la musculatura y la mente, cedían al “inflexible” horario. Entonces, se realizaban 44 horas semanales, pactadas por los sindicatos y la patronal. Hasta el año 1980 no se consiguieron las “famosas” y tardías cuarenta horas. Aunque yo tenía el privilegio, ganado a fuerza de broncas legales en mi centro de trabajo, de conseguír terminar a las 18 horas, para enrolarme en las tascas, donde había confraternizado con algunos colegas interesados por el diálogo político y cultural. A veces cambiaba de rumbo, si era verano, y me largaba a Benidorm los miércoles “sin ceniza”. Ignoro porqué prefería ese día, que emula al planeta Mercurio, el más cercano a nuestra luminaria solar: ¿quería quemarme en la noche?

Calle Velarde en los años setenta. Fotografía: Santiago Bordonado Samper (Fuente: Memoria Digital de Elche de la Cátedra Pedro Ibarra de la UMH —elche.me—).

Es de rotundo Perogrullo advertir lo poco que participaba la masa obrera en el disfrute de las tardes laborables por el centro de la ciudad, tomando una caña, un vino o simplemente paseando. Elche ha sido, es, y no sé si seguirá siendo una gran ciudad dormitorio, donde se vive para trabajar, cuando se tiene curro. Por tal razón los amigos que hice en aquellas memorables tardes de vinos y panchitos, fueron universitarios y universitarias. Yo era el Prometeo currante, donde el trabajo me comía el hígado todas las tardes, para, aún con el sol radiante, desencadenarme, dejando crecer el hígado nuevamente, en ese ensayo de libertad descubierta, envuelta en humo ensortijado de porros, vaharadas de alcohol avinagrado y palabrejas extrañas recién aprendidas. Trataba de encontrar esa parte de mí, que se hallaba en las sombras.

De lunes a viernes, volvía a curar mis cicatrices en el carrusel del centro, de casas antiguas y sendas estrechas, callejuelas casi lúgubres, a no ser por el escándalo juvenil que aporreaba el ámbito, cerca de los palmerales lustrosos y verdes del Huerto del Cura, y el amplio solar destejido de la antigua fábrica de Ripoll. Era el año 1978, justo, diez años después del famoso Mayo francés, donde aún sonaba el duro fragor de los adoquines y los gritos imposibles de la masa universitaria y obrera, que puso en jaque al país de la revolución y las guillotinas. Aún se hablaba de aquellos años, resonaban en las vestimentas de los últimos y renovados jipis, que poblaban las tascas, con sus atuendos descuidados, mugrientos, raídos, exóticos, bajo grandes melenas desgreñadas, como potentes pancartas contestatarias, contra todo tipo de sistema opresor, totalitario, o capitalista, que embadurnaba la ropa de extrema calidad, y su hipocresía más insultante. También concurrían por allí el pasota consciente, descreído de todo tipo de política, el nihilista que solo creía en sí mismo, el hedonista, el porrero, el anarquista, o el despistado, que solo iba a ligar.

Benidorm, años setenta (Fuente: Archivo Fotográfico de la Diputación de Alicante).

Aquella juventud estaba muy entusiasmada, por la recién inaugurada “democracia” —sostenida por frágiles pinzas, para todo bicho viviente. Muchos de nosotros no teníamos demasiada confianza en esos nuevos tiempos de libertad pactada en una ardiente fragua, con los símbolos ya forjados. Pero el asunto primordial era para los que irrumpimos en ese escenario, aprovechar al máximo el momento, el día a día, las tardes largas de taberna, vino y pavesas azuladas; encuentros novedosos, amigos recién estrenados, como Facundo, Nati, Julia, Encarni, Ramón, Emilia, Ignacio y otros tantos correligionarios que luchábamos políticamente por una causa común: la consecución de una sociedad más justa para todos. Y allí, entre las mesas viejas de roble, en sillas de anea, inventábamos un nuevo vocabulario, gozosos y malditos, embutidos en barbas y gafas: sinónimos de estudiantes leídos, u obreros inquietos, fascinados por desactivar las trampas del paladar, dejando escapar las palabras impronunciables. Veníamos con  lágrimas de hielo y óxido, como misiles de vida atravesando ese pequeño cosmos de nuestros años. Aunque no, sin cierto temor. La dictadura, aún era muy reciente, su niebla no se había disipado todavía, y el eco persistía en el ambiente oficial del sistema. El poder real no había cambiado de manos, sino de guantes.

Y ahí me vi involucrado, en ambientes culturales y políticos, de lo que se pasó a llamar, “movida”, “marcha”, “tasqueo” y otros nombres que sonaban entonces en las profundidades de los nichos calientes, entre palomas evanescentes de humo que revoloteaban en nuestras cercanías, mientras los decibelios estridentes sonaban, con increíbles acordes de Santana, Dilan, Hendrix, Tequila, Rolling, Elton John, Queen, U Dos, Eric Clapton, Bon Jovi, Pink Floyd… sonaba “El Muro” y todos cantábamos. Pero también escuchábamos en nuestras casas a Battiato, Llach, Patxi Andión, Adolfo Celdrán, Luis Pastor, Pablo Guerrero, Víctor Jara, Serrat, Ovidi, Raymon, Paco Ibáñez, Gerena, Leonard Cohen, Jacques Brel, Brassens, Joplin, Krae, Violeta Parra, Cecilia, Camarón y demás cantautores protesta, o no, de aquellos tiempos.

Para un currante, como yo, desertor de “obligados” horarios, toda esa música, y buen “rollo” de la gente, era nuevo; un mundo que iba descubriendo y a la vez apresando para mi egoísmo musical y cultural. Me gustaba verme libre a las siete de la tarde, tomando un par de chatos y escuchando a los grandes. Además, charlando de sexo abiertamente, a grito pelado, y aprendiendo de lo que me contaban mis recientes amigos universitarios, sobre gente que entonces, no me sonaba de nada y empecé a conocer y a leer, como, por ejemplo: Freud, Adorno, Gramsci, Bakunin, Nietzsche, Kafka, Sastre, Camus y tantos otros, que ensancharon la banda ancha de mi insaciable y semivacío cerebro. Mis habitaciones oscuras se encendieron, aunque con toscas antorchas de caverna, porque era muy complejo entender, memorizar, organizar, y clasificar, tanto volumen de información, y de pronto. Pero eso solo fue el comienzo de algo, que siguió creciendo, y aún no ha terminado: mientras arda la cera.


La selección fotográfica procedente de la Memoria Digital de Elche de la Cátedra Pedro Ibarra de la UMH (elche.me)
está supervisada por el periodista José Filiu.


Antonio Zapata Pérez

Mi nombre es Antonio Zapata Pérez, nací en Elche, en 1952. De poesía, tengo publicados 13 libros de distinto formato y extensión, que responden a los siguientes títulos por orden de publicación: "Los verbos del mal" (1999), "Poemas de mono azul" (1999), "Rotativos de interior" (2000), "Lucernario erótico" (2006), "Cíngulo" (2007), "Haber sido sin permiso" (2009), "Recursos" (2011), "101 Rueca" (2011), "El callejón de Lubianski" (2015), "Poemas arrios Prosas arrias" (2017), " Los Maestros Paganos" (2018), "Espartaco" (2019) y "Zapaterías" (2019). También publiqué un libro de artículos periodísticos autobiográficos titulado "Lontananzas", editado por el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, así como una antología de poesía, elaborada por el poeta e investigador alicantino Manuel Valero Gómez, junto a otros tres poetas alicantinos, denominada: "El tiempo de los héroes". Además, he colaborado en una veintena de libros colectivos y he publicado una novela titulada "La ciudad sin mañana" (2022). Actualmente trabajo en un libro de relatos, su título es "Solo en bares".

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