La tarde de final de verano conserva todavía en Guadalest un murmullo de turistas que se apaga suavemente con la caída del sol. Es entonces cuando esta pequeña Babel, atrapada en cada piedra, en cada rincón y explanada, por el ojo de la memoria que todos llevamos en el bolsillo, ofrece al visitante su mejor espectáculo: la magia que alcanza el incendio del valle cuando los últimos rayos del crepúsculo se obstinan en sobrevivir a la sombra que les impone Aitana. En ese instante, al asomar la mirada sobre el infinito, no puede uno dejar de pensar que no podría ser de otra manera. Abrir los ojos a la luz de la jornada en el paisaje de la montaña alicantina no podría sino predisponer el espíritu a la pluma o al pincel. Imposible luchar contra la naturaleza colándose a raudales en la retina, invadiendo la memoria poética, gestando el color, creando la palabra, forzándonos a sentir, oír, el viento llenándolo todo. No en vano encontraron inspiración en esta luz y en esta tierra, en el verde oscuro de la carrasca, y en el roce del aire sobre la levedad del pino, Varela, Miró, Óscar Esplá, Juan Vidal, Germán Bernácer o Vicente Ramos.
Sin embargo, a pesar de la tentación del atardecer, la mirada de esta tarde aún calurosa será una mirada al interior, como es siempre la mirada que se reta frente a frente con el arte. Entre los muros espesos del Museo Municipal «Casa Orduña», en el espacio de lo que fuera el desván, cobijo del recuerdo, con ventanas casi a ras de suelo que iluminan pero no distraen, nos atrapan la mirada simbólica de Esperanza Asensi y la realidad paralela de Fausto Morillas.
Toda obra tiene su intrahistoria, lo que rodea el momento en el que todo está, todavía, al otro lado del bastidor sobre el que se sujeta el lienzo, cuando artista y obra son aún dos, y es la mirada del artista la que posee todos los secretos. Y esta exposición conjunta de Fausto y Esperanza nace de la realidad más cercana y extraña que hemos vivido recientemente. Casi hemos olvidado la pandemia. A veces es así, incluso en las grandes adversidades, la vida se impone sin remisión. Por eso a veces se nos olvida que todavía vivimos en alerta sanitaria, aunque ahora lo hacemos a cara descubierta, a pie de calle, en horario general y sin apenas limitaciones, mientras la vida restaura suavemente una nueva normalidad. Y nosotros, tan sencillos, tan humanos, ajustamos el paso y nos dejamos llevar. Pero la mirada a la metáfora de color de la obra de Esperanza, y a la realidad esquiva de los cuadros de Fausto, nos devuelve al tiempo en que todo paró y, de repente, lo sorprendente, lo leve, lo que nos acompaña aun cuando caminamos ajenos a su existencia, lo que nos rodea como un magma irreconocible, se revolvió y salió de su escondrijo para hacerse presente y capturar nuestra atención.
Y, como en toda buena historia, lo primero siempre fue el verbo, la palabra que apresa el pensamiento y lo sintetiza, y lo comparte, en esa forma íntima de compartir en voz baja que es el diario. Y del mismo gesto que construye la palabra y atrapa el pensamiento en un «Cuaderno de los días parados», surge el trazo que imprime la imagen por obra y gracia del lápiz, y del color, y lo hace crecer hasta alcanzar la totalidad del lienzo. Son los días y su quietud, con el silencio de la soledad impuesta, ajena, extraña, como ese amigo extranjero, tan querido, tan distinto, que se instala en nuestra casa, así nos envolvió la realidad del confinamiento. Abocados todos a mirar hacia dentro. Con el miedo a flor de piel porque el exterior se presentaba hostil, y el interior insondable.
Así, en la mirada de Esperanza Asensi, el viaje por el que ha transitado la metáfora alcanza su máxima representación y se convierte en objeto. El símbolo es el eje de la narración, y la juventud y el color son la excusa para aprehender mirada y mensaje. Los animales invaden el cuadro y se convierten en portadores de un símbolo, consiguiendo que la imagen vaya más allá de sí misma, trascienda lo representado y se instale en la memoria de quien la mira. Porque nadie puede escapar a la lectura simbólica, nadie querría perderse el poder creador del juego que ofrece el símbolo, el reto de construir la narración a partir de lo que no se dice, cuando la expresión de la representación final que nos mira desde el cuadro tiene una lectura personal y única. Es verdad que un zorro es un zorro, astuto y elegante, pero margaritas, mariposas y saltamontes le confieren un poder distinto, y agudizan la mirada casi transparente de la juventud y la belleza que nos observa desde el lienzo; y el pavo real, con la fuerza de su majestuosidad, nos dice que el poder está en ser poco, o mucho, con solo el aleteo de su plumaje; y las tortugas marinas, con la lentitud de su movimiento y la fuerza de su caparazón, nos hablan de cómo la vida discurre cargando el sueño de la niña-juventud abrazada a sí misma, mientras la mujer-artista desvía la mirada porque su papel en el conjunto no es el de protagonista, sino el de la narradora; y la gallina, tótem de la fertilidad y la abundancia, perdida y hallada entre el asfalto, y restituida a su hábitat natural, en ese instante en el que todas las certezas habían desaparecido de las estanterías del súper y nadie sabía cuándo llegarían las nuevas, como si el gesto de la artista pudiera restaurar con esa mirada-otra el ciclo de la fecundidad y la riqueza. Y también saltamontes y libélulas, y escarabajos, y mariposas, y un tierno cervatillo, y un loro tirando del hilo del cabello, y una garza orgullosa con la mirada puesta en el camino que le espera. También hay espejos que captan la imagen onírica de lo que somos, aunque no queramos mirarla, espejos que desdibujan la realidad, modifican el ángulo de la mirada y nos obligan a cuestionar el foco. ¿Es la realidad lo que vemos? ¿O es la realidad la que nos ve? Símbolo y mensaje, el animal tótem y la mujer de mirada transparente, nos recuerdan que el orden natural del mundo, cuando se quiebra la simbiosis de la naturaleza y la humanidad, solo quedará restablecido en la mirada del arte.
Antes de cambiar el paso y acercarnos hasta la obra de Fausto, Esperanza regresa a la metáfora y nos ofrece una despedida elocuente con su serie sobre los filtros de Sócrates. Aunque la serie es anterior, del 2018, cuando nada podría habernos anticipado todo lo que vino después, sus cuadros, como una premonición, recogen muy bien algo a lo que la pandemia nos enfrentó: negacionismo, maledicencia, difamación. En realidad, siempre habían estado ahí, por eso nos recuerda Esperanza lo que Sócrates señaló: si no sabes si es verdad, no lo cuentes; si no es bueno, no lo difundas; si no es útil, entonces ¿para qué compartirlo? No oigo, no hablo, no digo, palabras necias. Y las manos tapando los oídos, y la boca, sujetando la frente para que no se nos escape el pensamiento, ni permita que la emoción malverse la verdad. Pero ahí están los ojos abiertos, la mirada despejada, simbólica, metáfora de lo que somos, de lo que vemos, de lo que nos mira desde el fondo de la creación del artista.
Las salas fluyen como las habitaciones de las casas de antes, sin puertas que dejan fuera, que esconden dentro. Y los cuadros de Fausto nos asaltan con su realidad paralela. Una realidad huidiza, casi intangible, que alcanza el artista tras un viaje desde la Ciudad utópica (2014), creada por el sueño arquitectónico del pensamiento, hacia la realidad capturada en el instante de El viaje metafórico (2016), hombres y mujeres fijados en un instante del viaje, que abandonan la ciudad, la sustituyen temporalmente, para luego volver a ella. Esta realidad paralela de ahora nace en la misma quietud y silencio de los días parados del confinamiento. La mirada de Fausto nos enfrenta a lo desconocido, a lo inasible, a esa amalgama de objetos que conforman nuestra realidad, tan reales que cualquiera diría que no existen, perdidos, abandonados a nuestra mirada, sujetos al filtro que nos ofrece un ojo ajeno. El artista es consciente de todo lo que nos hemos perdido cuando miramos sin ver y ponemos el ojo de nuestro dispositivo sobre la realidad, sin que nuestro ojo humano, el que debería establecer la relación entre el mundo y nuestro cerebro, el mundo y nuestra emoción, llegue a realizar ningún esfuerzo. Mirar a través del ojo de cristal, acercar el zoom, modular la luz, sacar del plano lo que no nos gusta, lo distinto, lo accesorio, lo innecesario, y presionar el botón. E, inmediatamente, lanzar a la red, sin red, en caída libre, la imagen de una realidad que desconocemos. Cómo, se pregunta el artista, hemos podido llegar a este punto. El ser humano, moldeado en la curiosidad y en el arrojo, ha desafiado siempre el miedo para alcanzar la realidad en su integridad. Sin embargo, se esconde ahora tras el objetivo de una cámara o un móvil y captura una porción de la realidad que, modificada, falseada, nos lleva a concebir el mundo como una realidad paralela. No hay simbolismo, no hay metáfora, y tampoco hay grito. Fausto lo dice bajito, con la sensibilidad que lo caracteriza, con el vuelo de su pincel cargado de color, y de sutileza. Y nos pinta a todos, hombres y mujeres, de todas las edades, igualados por la moda globalizada, que no solo no miran sino que, además, no ven. Por eso parecen suspendidos en un fondo impreciso, donde imaginamos que está todo y, sin embargo, no se ve nada. Quiero esconder mi móvil en el bolso pero el gesto me delata y una joven, desde el centro del cuadro, me dice con su mirada, mientras habla con alguien por teléfono, «Tú también».
Abandono la Casa Orduña con la mirada llena de luz y el pensamiento lleno de mensajes y símbolos, y pienso que justo ahí, donde símbolo y mensaje alcanzan la luz y el color y penetran la mirada, justo ahí es donde reside el poder del arte, su gloria. Recorro con agradecimiento las paredes de este altillo que me devuelven a mis miedos, y al color, a la soledad, y a la metáfora, a mis días de palabra y de luz, y a los instantes de oscuridad. Pasear la mirada por los cuadros de Fausto Morillas y Esperanza Asensi es un viaje al pasado reciente con ojos de futuro. Esa nota de fin de curso que recoge el esfuerzo y, a la vez, nos abandona al borde del acantilado de los días que vendrán.
Pero no puedo terminar esta mirada personal sobre los artistas sin hablar de los amigos, de mis queridos Fausto y Esperanza, de su capacidad para amarse, y para amar, de la música que acompaña su sensibilidad, de la palabra generosa que es siempre consuelo, de esa casa entre pinos y carrascas que visita la ardilla sedienta en las tardes del verano, como la visitamos todos cuando buscamos un espacio de paz en el que calmar la sed en su abrazo y en su mirada, para vernos otros, y reconocernos en ella.
Museo Municipal «Casa Orduña». Calle de la Iglesia, n.º 2,
03517, El Castell de Guadales (Alicante).
Del 3 de junio al 31 de octubre de 2022.
Horario: de lunes a domingo, de 10:00 a 19:00 horas.
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Cristina: creo que tu artículo está, al menos, a la altura estética de los cuadros de Esperanza y Fausto. Te ha salido una pieza literaria para enmarcar y exponer en el MUBAG. Es una obra de arte. Las ilustraciones me llevan a sugerir que convendría llevar esta exposición a salas de Alicante y otras ciudades de la provincia. Un fuerte abrazo.
Querido Ramón, muchas gracias por tu lectura y por tus preciosas palabras. La exposición bien vale un artículo y, desde luego, una visita. Me alegro de haber conseguido despertar el interés. Ojalá podamos verla pronto más cerquita. Un abrazo fuerte
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