Las necrológicas deberían aportar suficientes pistas como para adivinar, atisbar y hasta llegar a la conclusión de cómo pintará nuestro futuro. Pero el hombre es uno de esos animales convencido que es el dueño del teatro y que su mierda es como miel para osos.
Esta es la historia de Alex Ampolla. Nació calvo con un juanete en cada pie, el labio de arriba partido y una oreja que descansaba claramente en el hombro. Todo esto lo convirtió en un niño introvertido con menos amigos que un oso grizzli después de la hibernación. La cosa se alargó durante los años de la adolescencia. Pasaba tantas horas metido en el mundo de la informática que pronto se granjeó un nombre entre los mejores de la Universidad Stanford, sin duda una de la mejores del mundo.
Primeras autoridades de la Nasa y Pentágono se reunieron con él en la ceremonia de graduación. Corría el año 1994 y ya era un secreto a voces que la informática jugaría un papel crucial en el futuro del hombre, de la tierra. Algo así como uno de esos cargamentos de oro que, escondido en las bodegas de aquellos barcos de la época, surcaban los mares y océanos en procura de conquistar nuevas tierras.
Disculpen señores, hablaremos en otro momento. Me voy un rato a la luna. La Luna era un bar de moda de la universidad que estaba fuera del campus y no se ajustaba a normas pueriles. Más bien todo allí era un reflejo de la calle, la vida dura como uno de esos látigos de películas de esclavos. Alex cogió un pedal del quince, o algo así, después vomitó sobre un mostrador donde Maite, cocinera y dueña del local, había colocado sendas tortillas de patatas, de habas, de espárragos trigueros. Maite nació en Alicante y estudió cocina en el CDT de la ciudad, que está todavía en el monte Tossal. Dos agentes especiales sacaron a Alex de allí, le pegaron casi a quemarropa una etiqueta que decía claramente, «Doctor Ampolla».
La guerra entre las dos o tres compañías más importantes del mundo solo acababa de comenzar. Eran como gigantescos pulpos cuyos tentáculos crecían de forma exponencial. No hay nada que te deje más claro el concepto de multinacional. Cualquier parcela de la sociedad estaba impregnada por bytes. La industria alimentaria, la tecnológica, energías jugosas hasta el final como el petróleo, el coltán, las renovables, el agua, la sequía, las pandemias, la industria farmacéutica.
Ha pasado el tiempo, a qué negarlo, Alex está en esa edad provecta que te restriega toneladas de perspectiva, además de años. La empresa es una de las mayores del planeta. Todo pende ya no de un hilo, eso fue en la revolución industrial, ahora se trata de bytes y nada ni nadie puede escapar de ese jodido laberinto.
Alex volvió a la luna y contrajo algo con Maite. Ella era ligeramente mayor, unos treinta años, pero lo contaremos todo cuando el destino nos alcance.
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