Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Opinión

La homeopatía

Fotografía: Kai Reschke (Fuente: Pixabay).

Decía un clásico que la matemática era un remanso de paz en la selva de la intelectualidad. No se opina, se demuestra. Si demuestras una proposición, siguiendo las reglas lógicas universalmente aceptadas, da igual que seas guapo, feo, negro, esquimal, judío, homosexual, de las juventudes hitlerianas o que vivas en el tercero izquierda. Sexo, adscripción ideológica, extracción social, nacionalidad y demás no mueven un ápice la conclusión de una demostración bien hecha. Es inapelable.

No tan estricto como la matemática resulta el «método científico» aplicable a todas las ciencias desde una perspectiva moderna.

Es simple, propones una teoría o expones un resultado. Lo planteas a la comunidad científica para que lo puedan replicar, examinar y verificar cuanto quieran (eso se suele denominar como «falsar», una hipótesis debe ser falsable). Si sale airosa del trance, esa teoría va tomando valor. Y más valor cuanto más duras y variadas sean las pruebas a las que se someta. Pero con todo, difícilmente un científico serio será terminante afirmando la «veracidad» de una teoría. La teoría que puede explicar todo lo que postula es la que «va ganando». Y la comunidad científica sigue y seguirá poniéndola a prueba. Normalmente acaba teniendo que ser modificada, complementada o incluso abandonada por las nuevas. Así ha sido siempre y el sistema funciona bastante bien.

Por eso, cuando se habla de ciencia con propiedad, no se pueden obviar estas premisas. Que alguien diga que en su casa ha transformado gusanos de seda en palillos de dientes no tiene ninguna relevancia científica si no lo demuestra. O que el hecho relativamente frecuente, y obstinadamente periódico, de que Júpiter esté en oposición con tal o cual planeta no presagia ni presupone que el niño te salga listo o que te pilles la uña con la puerta del maletero. Y mira que duele.

También es cierto que determinadas comprobaciones requieren una cierta base técnica o científica que no solemos tener la mayoría de los mortales. Pero nadie ha dicho jamás que el universo sea simple de entender. Bueno, vi y oí decir a Zapatero en una de sus brillantes pláticas que gobernar era muy sencillo…

Fotografía: Artturi Jalli (Fuente: Unsplash).

La falta de rigor ha abierto la puerta a toda clase de charlatanes con mejores o peores intenciones, provistos de un lenguaje pseudocientífico trufado de «palabros» altisonantes, a veces bien hilvanados, pero casi siempre vacíos de cualquier contenido aprovechable.

Ese manejo torticero del lenguaje puede tener consecuencias muy serias porque de manera difícil de entender para mí, ciertos mensajes sin fundamento calan en la sociedad, que se manifiesta alienada ante discursos que se pueden desmontar de la forma más trivial (fíjense si no en terraplanistas y negacionistas de todo pelaje, desde los que niegan la llegada del hombre a la luna como la propia existencia del coronavirus que ha «amenizado» nuestras vidas en los últimos dos años).

Solo ignorancia, desesperación y la frustración pueden, según los casos, arrojar algo de luz a comportamientos tan irracionales o, por lo menos, poco razonables.

Y la medicina es un buen ejemplo. Durante tanto tiempo vagando entre el esoterismo y las prácticas más (vistas con los ojos de hoy) surrealistas, cuando no abyectas. Los resultados solían ser desastrosos, pero era lo que había y así se aceptaba.

A finales del siglo XVIII un médico sajón, harto de ver cómo se le morían los pacientes tras aplicarles las sangrías, purgaciones, brebajes y demás remedios de la medicina «oficial» decidió fundar una «medicina» nueva. Aunque con tan poco fundamento científico como la anterior. Le llamó homeopatía (del griego «homoios» –igual– y «pathos» –sufrimiento–). Esta nueva disciplina está basada en dos principios fundamentales: Lo mismo que te produce la enfermedad te lo cura (principio de similitud). Cuanto más diluida esté la sustancia, más efectivo será el resultado (principio de dilución).

Memorial a Samuel Hahnemann en Wahsington DC. Fotografía: Daderot (Fuente: Wikimedia).

Nuestro médico alemán tenía la misma base para afirmar esto que los antiguos griegos para decir que el corazón guardaba la esencia humana o que el cerebro era una especie de refrigerador para la sangre. Tenía una visión espiritual de las causas de las enfermedades.

Pero la doctrina hizo cierta fortuna. Los pacientes de Samuel Hahnemann, así se llamaba nuestro hombre, llegaban a obtener buenos resultados. Un alumno suyo emigrado a Estados Unidos fundó allí la primera escuela de homeopatía con gran éxito y en la primera mitad del XIX la disciplina proliferó por toda América y también de vuelta a Europa.

Como ya he comentado, la medicina de la época solía hacer más daño que alivio. Y los preparados homeopáticos con su principio de máxima dilución los hacía inocuos, por lo que era casi seguro que daño no iban a provocar. Eran, y son, diluciones básicamente en agua.

El tiempo pasaba y la medicina iba avanzando y aproximándose a lo que entendemos por una ciencia. La anatomía, la histología, la bioquímica y demás especialidades ampliaban el conocimiento sobre nuestro cuerpo y el funcionamiento de los órganos. Y a todos los niveles.

Y la homeopatía seguía a lo suyo. Sin moverse de sus principios fundacionales iba conquistando parcelas sociales e incluso académicas. Sociedades tan reputadas como la alemana reconocen, incluso hoy, la homeopatía como especialidad médica. Y en no pocos países europeos y americanos tienen apoyo total o parcial de sus correspondientes sistemas sanitarios. Y esto, a pesar de que no hay una sola prueba de que algún principio homeopático haya causado efecto alguno distinto del placebo. Cuando hablo de pruebas me refiero a ésas que se pueden reproducir. Que siguen ese método que he tratado de explicar anteriormente. Resumiendo, tienes que demostrar que tu medicamento produce un resultado mejor ante una enfermedad que si administras agua, o azúcar o alcohol o cualquier otro producto neutro para esa enfermedad; y eso, hasta la fecha, y después de muchísimos intentos, no se ha conseguido. Y sospecho que no se conseguirá.

Fotografía: Karin Henseler (Fuente: Pixabay).

Un elemental conocimiento de química lleva fácilmente a la conclusión de que a partir de unas cuantas diluciones desaparece TOTALMENTE el supuesto principio terapéutico (los que recuerden el número de Avogadro saben a lo que me refiero).

Como esto es inapelable, todavía he visto esgrimir explicaciones como el de «la memoria del agua». O sea que, aunque ya no quede sustancia activa, el mero hecho de haber tenido contacto con ella confiere al agua las cualidades terapéuticas esperadas. No quiero pensar que el agua guarde recuerdo de todas las sustancias que han tenido contacto con ella.

Otras técnicas medicinales no demostradas

Y el mismo razonamiento valdría para la acupuntura, reiki o la medicina tradicional china (que por mor de la aportación de china a los fondos de la OMS va a acabar siendo aceptada como tal) y otras pseudociencias cuando no directamente timos.

Por cierto, cuando los chinos enferman van al médico, al normal… si lo pueden pagar.

Tengo una anécdota muy curiosa con un proveedor que es «maestro» en acupuntura y medicina tradicional china al que le hice un comentario sobre un recurrente cólico nefrítico que me visita por temporadas. Demostró unos conocimientos anatómicos limitados, pero manejaba con agilidad términos como «flujos» y «nódulos» de energía, equilibrios espirituales y cosas por el estilo. Me explicaba que, según su «medicina», la esencia de cada ser humano se concentraba en el corazón (ya les suena de los griegos, ¿verdad?) y decía poder acabar con la cantera de mi riñón mediante acupuntura. A esto me vino a la cabeza una reflexión inocente, entonces, le pregunto: «¿Un trasplantado de corazón quién es, el que era antes del trasplante o el del corazón que se aloja ahora en su pecho?» El hombre, que tiene buena fe y me consta, no supo contestar. Quedó en que consultaría a su maestro y nunca más supe. Hace ya años de esto.

Fotografía: Jorge Paredes (Fuente: Pixabay).

Y así estrechamos la distancia, cada vez más corta, entre lo que, se apruebe o no, todo el mundo acepta como el esotérico mundo de los curanderos, quiromantes y demás, al de las técnicas de curación pseudocientíficas (hoy estoy generoso) que tienen el respaldo más o menos explícito de algunas instituciones como es la homeopatía, la acupuntura y alguna medicina «alternativa». No quisiera meter en este saco todo lo que mucha gente entiende por «medicina natural», que toma principios activos conocidos de las plantas de los que proceden en lugar de los comprimidos. Por ejemplo, las sales del acetilsalicílico, presentes en las hojas del sauce y conocidos por casi todas las civilizaciones antiguas desde las mesopotámicas a las precolombinas, modificadas para resultar más digeribles las conocemos como aspirina.

Tomar vahos de hojas de sauce no es homeopatía. Ni de ninguna otra infusión o remedio natural. Podrán ser más o menos eficaces, pero no se basan en los principios homeopáticos. Históricamente han dado resultados. Antes no se sabía porqué y ahora sí. Nuestros ancestros no sabían de neurotransmisores ni de dopamina.

Y es que los humanos somos así. Cuando queremos, por las causas que sea, creer en algo, no hay evidencia ni científica, ni teórica, ni experimental, ni de ningún otro tipo que nos baje del burro. Y aquí tampoco hay correlación clara entre nivel cultural, económico o estatus social.

Alguien tan poco dudoso de personificar la brillantez como Steve Jobs tiró por la borda las posibilidades que tuviera de escapar de su incipiente cáncer de páncreas (diagnosticado como «tratable», que ya es una suerte en este tipo de enfermedad) por seguir la dieta de zumitos a los que encomendó su vida por consejo de algún gurú que le merecía confianza. De nada sirvieron las súplicas de su hija y de su esposa. Sólo tras el agravamiento ya irreversible (tiempo después) de la enfermedad accedió a una intervención desesperada que nada pudo hacer para evitar que la enfermedad lo fuera minando hasta la muerte. Y no fue por dinero, ni por cultura, ni por medios. Por otro lado, fue su vida y él, más que nadie, la gestionó como quiso.

Fotografía: Christin Hume (Fuente: Unsplash).

Este es el gran riesgo. Una enfermedad benigna se resuelve sola en la inmensa mayoría de los casos. Si no, no estaríamos aquí. Si para la fiebre tomas jarabe de arándanos (por decir algo) en lugar de un antitérmico, lo más probable es que pasados unos días estés curado. Con los arándanos, con el antitérmico, con los dos y sin ellos. Tu sistema inmunológico lo solventará con éxito en condiciones normales. Si lo que tienes es un cáncer, una anomalía hepática, renal o cardíaca grave, el tiempo que pierdas tomando agua con algo infinitamente diluido, disminuirán infinitamente tus posibilidades de salir del trance. El equilibrio de las «energías» de tu cuerpo se las trae «rigurosamente al fresco» a los tumores neuroendocrinos que le diagnosticaron al genio de la manzana mordida.

La inacción puede ser letal en estos casos. Y someterse a acupuntura, homeopatía, dietas vegetarianas, etc. es, para un cáncer, inacción.

Tampoco, cuando al final decidió operarse, se sometió a tratamiento alguno de «quimio» o «radio». Y el cáncer hizo su trabajo. Y nos quedamos sin Steve Jobs.

Los fármacos homeopáticos, prácticamente eliminados

Hago todas estas observaciones primero, lo habrán notado, porque soy aficionado a intentar entender las cosas. Si me hablan de energías intento medirlas, si es de principios activos, saber cuáles son y cómo actúan en relación con lo que predican. Cuando alguien afirma algo que no puedo entender, siempre pregunto. Si por mis limitaciones culturales no alcanzo, intento informarme (siempre que la cosa me interesa mucho o me haya jugado un café). Si las explicaciones son etéreas, evasivas o indemostrables, las aparco. ¿Cómo puedo discutir con alguien que afirma que una dolencia hepática tenga reflejo en cierta área de la planta del pie? No conozco, ni se conoce que yo sepa, estructura anatómica alguna que los relacione. Y si se encuentra, aquí estaré para envainármela. Pero créanme, nadie las busca.

Para acabar la reseña sanitaria quede claro que no tengo nada en contra de la gente que cree en los efectos de estos u otros métodos alternativos de curación. Si les va bien, por placebo, por sugestión, porque activan de alguna manera resortes de nuestro sistema inmunológico o por dinámicas que se desconocen, pues mira qué bien, siempre que sean cuestiones leves y no dejen sus tratamientos «oficiales». Si te funciona tiene sentido repetir. Lo que realmente me molesta es que le llamen ciencia. Y que inventen explicaciones «científicas» para explicar lo que no saben.

Fotografía: Michal Jarmoluk (Fuente: Pixabay).

Y esa credulidad impregna muchas actividades humanas. He empezado por la salud porque se dice que es lo más importante, y fíjense cómo nos la tomamos.

Cabe resaltar que la Universidad de Barcelona (UB), una de las más prestigiosas de España, eliminó en 2016 su máster de homeopatía por la absoluta falta de evidencia científica. Lo que no hizo fue fulminar los cursos ya en marcha, no fuera que tuvieran que devolver los 6.940 € que cada uno de los ingenuos/devotos (ojo, ya médicos, pues era un postgrado) pagaron por tan profundos conocimientos.

Los «fármacos» homeopáticos ya han sido prácticamente eliminados de la relación de medicamentos porque para ser considerados como tal tienen que «curar» y nadie hasta hoy pudo probar tal cosa. Aun así, la «industria farmacéutica homeopática» ha facturado, todavía en tiempos muy recientes, decenas de millones de euros al año en España.

Muchas veces me pregunto qué figura legal sería la adecuada para gente que te disuade para que abandones tu tratamiento y abraces estas prácticas. Y mucho más si es un profesional de la medicina, formado, titulado y colegiado con lo que supone de argumento de autoridad.

Resumiendo, cuando usted va al médico, al abogado, al arquitecto o al psicólogo tiene la garantía de que el profesional que tiene delante ha adquirido los conocimientos necesarios para realizar su trabajo y hay todo un sistema detrás que le habilita para ello (la calidad ya va en cada uno). Si su médico le envía, o insinúa siquiera, una terapia homeopática ha dado el salto de la ciencia a la fe. Tan respetable como se quiera, pero ya no mire al profesional, mire al creyente.

Juan José Martínez Valero

Nacido y criado en Melilla y afincado en San Pedro del Pinatar (Murcia) desde los 15 años. Dejé los estudios para desarrollar la empresa familiar de la que todavía vivimos. Muy aficionado desde siempre a temas científicos y de actualidad.

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