Las Olimpiadas son, sin duda, un evento deportivo mundial de primer orden. Los atletas que compiten se preparan a conciencia para conseguir alguna medalla que les encumbre a la cima de su deporte y que refleje el resultado del esfuerzo de tantos años de duro entrenamiento. Y como reflejo de la vida misma, olimpiada tras olimpiada, asistimos a ejemplos de superación, gestos de compañerismo y buen comportamiento, alegrías desbordadas, fracasos estrepitosos, lesiones imprevistas, lágrimas de todo tipo, gestos heroicos y otros que no lo son. Valores cacareadamente olímpicos que llevan, como las vetas del jamón, contravalores trufados de intereses sociopolíticos, y de otro tipo, y de los que se hace gala en las pompas de las presentaciones y clausuras, en los palcos presidenciales, en la entrega de medallas, en las presencias y ausencias y en esa guerra de guante blanco por el medallero. De ahí el uso ambivalente del adjetivo olímpico, que hace que haya personas que pasen olímpicamente de las olimpiadas al considerar que quizá el oro haya teñido demasiadas manos, desde la designación de la sede hasta el último eslabón de la cadena olímpica.
Con todo y con eso, el espectáculo deportivo siempre merece la pena, porque a mi juicio son muchos más los aspectos positivos. Y quería centrarme en uno. La familia. No la autoproclamada “familia olímpica”, sino la familia de los deportistas que compiten. Ahí está la chicha. La familia Olímpica, con mayúsculas. Porque a esas personas que constituyen el núcleo familiar (principalmente padres, hermanos, parejas, abuelos e incluso mascotas) junto a las que necesariamente se les ha de añadir el equipo de entrenadores, fisios, etc. (como segunda familia) es a quienes se les ofrecen todos los éxitos y a los que se acude en todos los fracasos. Porque la familia siempre está ahí, para lo bueno y para lo malo. Da igual la nación, el color de la piel, el sexo, el deporte que sea. Las alegrías de las medallas, las penas de los fracasos, la valoración del esfuerzo por competir, se comparten en la familia. El primer y fundamental lugar de acogida, donde se nos valora por quienes somos, sin más. Bien lo saben los deportistas de élite que son todos los deportistas olímpicos. Sin sus familias no hubieran podido llegar donde están. Y durante todos estos días pegados a la pantalla hemos asistido a una cascada impresionante de ejemplos concretos y cotidianos de este hecho incuestionable.
Simplemente por esta visibilización tan natural de la institución familiar merece la pena este evento, donde siempre se quiere llegar a nuevas metas y logros, para alcanzar la gloria olímpica y que se repite cada cuatro años.
Pero no lo olviden, la medalla oculta y cotidiana, la que no pasa y vale su peso en oro de ley, pertenece a la familia. El verdadero oro olímpico, la familia.
Juan Manuel Martínez
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