La figura del fiscal general del Estado por su engarce con el Gobierno siempre ha tenido una posición susceptible de discusión. El fiscal general del Estado es nombrado por el rey, a propuesta del Gobierno y tiene entre otras relevantes funciones la de “promover la justicia en defensa de la legalidad”, (artículo 124 de la Constitución).
Desde hace tiempo algunas actuaciones del Ministerio Fiscal, las del actual y también la de los anteriores, han sido objeto de crítica, pero nunca había ocurrido que el jefe del Ministerio Fiscal hubiera sido imputado por un presunto delito. Los fiscales, a diferencia de los jueces y magistrados, no gozan de la prerrogativa de la independencia. Están sujetos a “dependencia y jerarquía” y deben por tanto someterse a las directrices del órgano máximo del Ministerio Fiscal. De momento el fiscal general del Estado ha dicho que no dimite y se va a producir una situación de grave incoherencia y falta de legitimidad de las actuaciones futuras de la fiscalía.
Hay que tener en cuenta que cuando una persona ostenta la representación de una institución no se puede desdoblar: «hoy vengo como Álvaro García Ortiz, hoy acudo como fiscal general». Por eso, cuando alguien ocupa una posición preminente en un órgano o institución tiene que tener una conducta intachable. Es lo que se conoce como ejemplaridad pública, porque hacer algo objeto de reproche social daña la institución, que siempre debe prevalecer sobre la persona.
Nadie está condenando a Álvaro García Ortiz como ciudadano, tiene el derecho a la presunción de inocencia como el resto de ciudadanos y así viene garantizado por el artículo 24 de la Constitución. Sin embargo, debe dejar el cargo de fiscal general del Estado para alejar del «ruido social» a la institución que tiene encomendadas funciones esenciales como la de garantizar la independencia de los tribunales y la satisfacción social. ¿Cómo puede ejercer estás funciones con objetividad, profesionalidad y esmero si aporta manchas a la institución?
El problema de fondo tampoco es nuevo, radica en el hecho de que desde hace tiempo se eligen a los “jefes” de las instituciones como comisarios políticos y no por sus perfiles profesionales «objetivos e imparciales».
La confianza de los ciudadanos en las instituciones es un indicador de calidad democrática, por ello su desprestigio nos afecta a todos.
Me uno a tus argumentos en defensa de la calidad democrática. Breve, claro y contundente artículo, que, desgraciadamente, no van a leer ni García Ortiz ni Sánchez. Un cordial saludo.
Muchas gracias¡¡¡
Gracias por el artículo, de una claridad suficiente como para que lo pueda entender cualquier lector.