En un mundo de tantas incertezas, tener una casa donde habitar, por humilde que esta sea, no es poca cosa. En un mundo de tanto no futuro, disponer de cuatro humildes paredes en las que cobijarse de la intemperie de fuera se diría que es lo menos a lo que deberíamos poder aspirar. Pero esto, que parece tan sencillo, es, bien deberíamos tenerlo presente, un sueño casi inalcanzable para millones de españoles que se ven condenados a una realidad de solar inhóspito y asfalto. Este es, de alguna manera, el verdadero estado de la cuestión del problema de la vivienda en un país en donde, y en doloroso contraste, millones de casas siguen vacías.
Si alguien nos preguntara en alguna encuesta por esas pocas cosas a las que uno nunca renunciaría, raramente citaríamos entre ellas la vivienda que habitamos, quizás porque pensamos que viene dada con la vida, que es como nuestra segunda piel y que, cabría preguntarse, sin piel, ¿qué somos? Pero sucede que no siempre es así. Y sucede esto en demasiadas ocasiones. La casa, la vivienda, el hogar, es de esos capítulos que se habla de ellos cuando ya no están. Cuando hemos sido expulsados de ese pequeño paraíso que constituyen todas y cada una de las casas de nuestras vidas, la casa donde nacimos y donde empezamos a reconocernos como individuos, la que ocupamos de estudiantes si fuimos estudiantes, nuestro primer hogar cuando había futuro, todo ese hilo conductor de lo que hemos sido, de nuestros sueños, de nuestras frustraciones.
Son todas ellas, cada una de esas casas, las que hemos ido habitando a lo largo de nuestra biografía, las que nos conforman. Quizás, y aunque el concepto haya cambiado con el tiempo, también la forma de habitarlas; esta es una constante que nos identifica como especie desde que dejamos de ser nómadas e ir de un lado para otro. Necesitamos salir, sí, pero también necesitamos volver a ellas.
Muchas veces, cuando pienso en todo esto, en el grave problema no resuelto de la vivienda en este país, y a pesar de que nos llevamos meciendo en democracia casi medio siglo, me viene a la memoria una novela del gran escritor de EE. UU. Paul Auster. Es el Diario de Invierno, un hermoso texto, quizás una de las creaciones más autobiográficas del Premio Príncipe de Asturias 2006, un viaje interior que está atravesado por todas las casas que el escritor fue habitando a lo largo de sus anteriores 64 años de vida. Son las casas como metáfora, como caparazón donde envolverse y dar sentido a la vida del propio escritor neoyorkino, a sus amores y desamores, desde las casas de su infancia, las del Sur de Francia de su juventud, o los sucesivos hogares de Brooklyn donde dio forma a gran parte de sus maravillosas historias.
Por eso, cuando estos días veo, vemos, el enésimo, y permítaseme decirlo así de crudo, infantil y falso debate que enfrenta a los dos socios del actual gobierno de izquierdas, PSOE y Podemos, a cuenta de la vivienda, pienso en todo aquello, en la necesidad de dar respuestas claras, rotundas, que al menos abran las ventanas del futuro a esos cientos de miles de personas, de familias, para las que no disponer de vivienda –o su precaria existencia– es su principal preocupación cada día que el alba levanta el vuelo, una casa que sirva a la vez de refugio y de plataforma segura desde la que abrir el paracaídas de los sueños.
A este respecto, España –bien lo sabemos también– es un país que vive en una contradicción eterna entre lo que recoge y proclama la Constitución en su artículo 47 –Todos los españoles tienen el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada (y los) poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho…– y la desgarradora, impresentable, realidad social y humana a la que nos enfrentamos cada día como colectividad en el terreno de la vivienda: más de 30.000 personas (algunas fuentes hablan incluso de cerca de cincuenta mil) viven materialmente en la calle en España por no poder siquiera disponer de un hogar o haber sido expulsado de él, si es que alguna vez lo tuvieron.
Pero hay más, mucho más. Según la nada sospechosa asociación benéfica Cáritas, más de dos millones de personas viven también en este nuestro país con el miedo y la amenaza permanente de verse en la tesitura de que, en cualquier momento y sin previo aviso, puedan verse en la calle porque pueden perder su casa, su hogar, esa última línea de defensa donde se resguarda el futuro. Y todo por el gran crimen de no tener recursos económicos suficientes para hacer frente a los gastos y servicios que son propios a disponer de vivienda.
Es el nuestro también, por seguir esta negra radiografía, un país en el que cada año se expulsa físicamente de sus casas y hogares (el término desahucio es quizás demasiado pulcro, demasiado aséptico) a más de cincuenta mil personas y/o familias por no poder tampoco hacerse cargo de estas mismas obligaciones. Estos son datos, fría estadística, de un país donde, como todos conocemos, millones de jóvenes se ven obligados a permanecer en la vivienda de sus padres porque, simplemente, no pueden emanciparse ya que sus ingresos -de haberlos- son tan precarios que no les permiten pagar o alquilar una vivienda digna.
Y frente a toda esta cruda realidad, es España también un país donde no faltan viviendas, se diría incluso que sobran, pero cuyas leyes de vivienda parecieran hechas casi siempre pensando en los propietarios, en los beneficios, en la pura economía, casi nunca en las necesidades de sus habitantes. Según los últimos datos del INE (Instituto Nacional de Estadística) de 2011 dados a conocer en 2013 y los últimos reales conocidos, el número total de viviendas vacías en España rondaría los 3,4 millones del total de 25,2 millones de casas existentes, lo que supone en torno a un 13%, y de éstas ultimas, unas 736.900 son viviendas construidas con posterioridad al año 2000. Esos son, ya digo, datos fríos y cortantes, datos que apuntalan esa eterna contradicción entre lo que debería ser y no es.
No sé cuál es el mejor camino para hacer cumplir la letra de la Constitución, para hacer que la vivienda no sea un objeto de mercadeo más sin contenido social; por no saber, no sé si el camino es topar los alquileres como propone insistentemente Podemos, o si esa medida es contraproducente y acabaría agravando el problema, como algunos especialistas del sector opinan, pero lo que sí pienso que no es de recibo es convertir el grave y aterrador problema de la vivienda en nuestro país descrito en las líneas anteriores, en otra guerra de guerrilla mediática más a beneficio de no se sabe qué inventarios.
Esto último, intuyo, no es el mejor de los caminos. Sobre todo si queremos, como Paul Auster, evitar el sufrimiento innecesario y que toda la gente que habita este país y que así lo desee pueda poder ir escribiendo sus pequeños “diarios de invierno” cobijados bajo el manto de la decencia. Eso, creo, sí lo sé. Todo lo demás parece ruido que poco ayuda a resolver el grave problema de la vivienda, esa que solo está en nuestras listas de deseos más íntimos cuando nos falta. ¡Y nos falta demasiado!
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