Guerra y odio, odio y guerra, son dos palabras que casi siempre van de la mano, que caminan juntas. Es difícil imaginar a la una sin la compañía de la otra. El odio no siempre acaba en la guerra, pero es demasiadas veces la cancela que le abre paso. Lo vemos estos días en Ucrania, donde la guerra de hoy se ha cimentado en el odio acumulado de un largo ayer; lo palpamos aquí, en las manifestaciones de algunos dirigentes políticos, palabras que nos retrotraen demasiado a escenarios que hoy parecen inimaginables pero que podrían no serlo tanto.
Nunca está del todo claro quién precede a quién. Si el odio pretérito es la portezuela por donde se cuela la barbarie que estos días nos ofrecen nuevamente en prime time quienes ya solo esperan nuestro aplauso, nunca nuestras dudas, nuestras preguntas. O si, en cambio, son los rescoldos y las heridas no curadas de viejos conflictos los que petrifican su terrorífico compañero de viaje. De ahí la necesidad e importancia de las palabras, palabras que alejen, domestiquen y acallen el odio, que aminoren los escenarios del desastre, que defiendan los consensos básicos de la convivencia. Que acerquen la paz y la negociación infinita.

¿Cómo pueden unos soldados rusos llegar a disparar salvajemente a la población civil de un país hermano, cometer los crímenes que las espeluznantes escenas de Bucha y otros lugares en Ucrania nos muestran estos días sin sentirse horrorizados? ¿Cómo pueden soldados ucranianos matar impunemente y a tiros a soldados rusos presos en un juego macabro de venganzas y tiro al blanco? Solo el odio amasado en el tiempo parece justificar lo que nunca puede ser justificado.
Para llegar hasta ahí, a esa borrachera del horror, antes se ha debido seguir el camino de la deshumanización del otro a través de la palabra. Despojando de todo valor a ese enemigo imaginario, es más fácil el tiro en la nuca. Desvestido de derechos, de humanidad, la tortura es una senda más fácil de transitar. Más, si antes has acusado a los ucranianos de nazis como hace Putin a todas horas, como hacen sus altavoces mediáticos; y, en parte y también es necesario decirlo, afirmando una y otra vez que los “rusos no (son) humanos” como lo hace Zelenski en muchos de sus discursos, confundiendo deliberadamente un gobierno y unos dirigentes sanguinarios con el pueblo ruso, su principal víctima. Son, parecen, esas dosis de odio que se inoculan lentamente para poder mantenerse en pie en la batalla.

La guerra empieza un día, como esta de Ucrania dio inicio formal un 24 de febrero, pero antes, mucho antes y durante muchos años, ha sido cocinada a fuego lento. Incumpliendo acuerdos (los de Minsk mismamente); armando a los pueblos (el mundo OTAN, por ejemplo, con Ucrania); señalando al diferente, prohibiendo idiomas, quemando banderas, manchando culturas, costumbres. Lo de Ucrania ha sucedido ahora, pero sus preparativos son de hace mucho. El odio ha emergido ahora pero se ha ido inoculando lentamente, porque la guerra no es solo de ahora, viene, como mínimo, de 2014, un factor que se olvida intencionadamente demasiado a menudo.
Es este odio, en parte y salvando todas las distancias, el mismo y acerado sentimiento que emerge cuando el diputado alicantino de Vox José María Sánchez se sube a la tribuna del Congreso y acusa al presidente del gobierno, Pedro Sánchez, y al ministro de la presidencia, Félix Bolaños, de ser émulos del Fürher y de su ministro de propaganda Joseph Goebbels, y todo ello tras referirse al primero en calidad de “sujeto”.

Sobre esa palabra, F-ü-r-h-e-r, pronunciada enfáticamente en su engolada alocución, serán otros, más tarde o más temprano, los que puedan ver justificado pasar a la siguiente pantalla. Igual sucede, y de otro lado, cuando un diputado de Vox en Castilla y León, Pablo Fernández, afirma que, de poder, a los de Vox les gustaría fusilar a dirigentes de Podemos. Es una llamada a cavar en la misma fosa. A adentrarse en el mismo territorio del enfrentamiento. Las palabras no matan, pero pueden ser el detonante necesario.
Igualmente, y a fuerza de poder ser acusado de equidistante, hay una lógica empírica del odio y de la guerra, de exterminio, en las palabras nada inocentes de un profesor de Ucrania en la televisión catalana 8TV. Afirmó este profesor y catedrático de literatura española en una universidad de Ucrania, Olekxandr Pronkevich, con toda naturalidad, que todo esta tragedia, que toda esta insoportable guerra, no acabará hasta que “matemos a todos los rusos” que viven en su país, Ucrania, y que a día de hoy suponen aproximadamente el 20 % de su población.

Y añadió, ante la incredulidad del presentador, pero no tanto de los contertulios, que “hay demasiados rusos en las tierras ucranianas (y por eso) tenemos que matar a tantas personas. No tenemos otra salida, no merecen otra cosa, es una guerrilla, todo el pueblo está muy enfadado, los rusos ya no merecen otra cosa” (ver sus declaraciones completas a partir del minuto 72 del programa en este enlace).
Cuando la guerra acabe, quedará un paisaje de miles de muertos, un paisaje de limpieza étnica, lingüística, religiosa, cultural, más o menos tal y como sucediera en la vieja Yugoslavia, en Irak, ha sucedido en Afganistán, está sucediendo en Siria, en Palestina, en Yemen y en tantas otras guerras silenciosas que no caben en las páginas de los tabloides, en los reality bélicos de la nueva parrilla televisiva ávida del desastre como argumento. Acabará la guerra, sí, pero el odio, el detonante, permanecerá ahí, agazapado, esperando su nueva oportunidad. ¿Es este el imaginario que queremos construir? ¿Es este el único camino que estamos obligados a transitar?
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