El otro día llamé a un medio de comunicación para decirles que cuando dan las noticias del tráfico en la ciudad siguen diciendo por ejemplo «atasco en la prolongación de Alfonso El Sabio» cuando hace 30 años que esa calle atascada se llama Avenida Jaime II. Es justo llamar a las cosas por su nombre.
De alguna forma fue un ínfimo homenaje al «justo», que es como se llamó en su tiempo, a Jaime II de Aragón y que no sé si lo era, pero desde luego fue un personaje digno de mención. Jaime II de Aragón (1267-1327) fue rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña, Córcega y conde de Barcelona. Logró incorporar a la Corona los territorios de Alicante, Elche, Orihuela y otras zonas del sur al Reino de Valencia. Cosa que se formalizó en los tratados de Torrellas y Elche, firmados en 1304 y 1305. Fue un rey diplomático, astuto, que prefirió la negociación antes que la guerra para fortalecer y ampliar sus dominios. Además fue padre de 10 hijos legítimos, entre ellos su sucesor Alfonso IV, y de algunos otros que no alcanzaron esa consideración legítima; ¡cosas que pasan!. Esta reseña la hago porque parece que interesa mucho más la vida privada de los personajes históricos que su papel en la historia. Vivimos tiempos tenebrosos.
El episodio de la toma del castillo de Santa Bárbara de Alicante es digno de un episodio de Juego de tronos con todos los ingredientes; traición, violencia, valentía, fuerza y peligro… La cosa fue que por la Avenida de Denia, una vez superada la pequeña cuesta frente a los jesuitas, las huestes del joven rey Jaime II vislumbraron el Benacantil y su blanca fortaleza coronándolo. Doscientos jinetes, quinientos infantes y veinte perros del rey se encaminaron por donde el radar, entonces sin aminorar la velocidad, hacia el monte por la parada del TRAM y la escultura que se puso hace 25 años en tiempos de Alperi y Pedro Romero, en su honor. ¿Quién lo podría saber?
Lo cierto es que negros presagios se cernían sobre la expedición ya que se sabían vistos desde arriba y no había señales de bienvenida en la fortaleza, ni banderas de la corona en las torres, ni tañidos de campanas en alegría, ni hogueras vivas, ni gritos y proclamas favorables. Esto significaba que los puentes estarían levantados y los rastrillos del albarcar cerrados. Era traición, ya que los castillos hasta Lorca eran vasallos de Aragón por la ayuda que Jaime I (el conquistador) y abuelo de Jaime II prestó al infante Alfonso de Castilla (luego Alfonso X el sabio) tras la revuelta mudéjar en estas tierras. Esto significaba que no reconocían el señorío del rey de Aragón de aquel castillo alicantino que con esa decisión manifestaba su deseo de seguir siendo castellano y no de la corona de Aragón.

Ya a la altura del Perpetuo Socorro sacaron sus armas y comenzaron la subida pesarosa a la fortaleza. Era 23 de abril de 1296 por la mañana.
Las batallas medievales eran escasas, no parece que fueran tan cenutrios como para luchar en inferioridad de condiciones, además esas luchas se realizaban a espada y golpes, sin armas de fuego ni misiles balísticos o cobardes drones; nadie débil o poco habilidoso vencía a alguien fuerte y bien preparado. La espada «es el arma de un caballero… un arma elegante para tiempos más civilizados.» Obi Wan.
Efectivamente los presagios negativos se cumplieron y el puente estaba cerrado. Parecía que a Jaime segundo no lo quería todo el mundo. Los zapadores se adelantaron al rey y sus escuderos, y con sus azadones y zapapicos comenzaron a desmontar piedras y mampostes y abrieron un huevo (huevo, no hueco, era una burbuja excavada en la base de la muralla) donde metieron paja y maderas y le prendieron fuego, lo que debilitó la base e hizo caer en poco tiempo una parte importante del lienzo de piedra, suficiente para entrar un jinete a caballo.
En ese momento, la rabia y valentía siempre temeraria del joven rey le impulsó a entrar el primero; gran temeridad que le pudo costar su regia vida sino fuera por la rápida intervención de dos caballeros: Ramón d’Urxt y Berenguer de Puigmoltó que, prestos se enfrentaron a los soldados que se abalanzaban sobre el monarca nada más entrar en la fortaleza. En ese momento Nicolás Peris, alcaide del castillo, llaves en una mano y espada en la otra quiso atacar a Jaime que se zafó del primer envite, aunque fue Ramón quien asestó un certero mandoble entre el cuello y el hombro a Nico que acabó con su vida fulminantemente.
La lucha cesó, nadie más debía morir y la fortaleza se rindió a la corona aragonesa. El oprobio al juramento feudal fue severamente castigado y se descuartizó el cadáver de Peris y se arrojaron sus restos a los mastines del rey. El castillo y con él la ciudad cambiaba de manos y su historia estaría ligada por siglos a las tierras hacia el norte, con todo lo bueno y todo lo malo, pero eso es otra historia. Haciendo amigos.
Pd: Todo esto lo sabemos porque allí con el rey había un periodista, antes llamados cronistas: Ramón Muntaner nos lo contó todo magistralmente. Ramon Muntaner (1265–1336) fue un cronista y soldado catalán, uno de los autores más importantes de la historiografía medieval de la Corona de Aragón. Es famoso sobre todo por escribir la Crónica de Muntaner, un relato en primera persona sobre los grandes acontecimientos políticos y militares que presenció.
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