ALFONSO ARMADA, periodista corresponsal de El País y ABC.
Ser testigo del aquí y el ahora, agudizar los sentidos y poder informar del hecho que ocurre ante sus ojos es el objetivo del periodista. Si además el acontecimiento en cuestión se convierte en Historia, la profesión redimensiona su sentido y anima a seguir creyendo en su fin, que no es otro que contar lo que ocurre de la manera más objetiva y libre. Alfonso Armada (Vigo, 1958) puede decir que él estuvo allí en un buen puñado de esos momentos, ya que en los 90 comprobó por sí mismo los horrores de las última guerra civil europea, la de los Balcanes, para pasar después a ser testigo de la crueldad del exterminio en Ruanda.Ya en el nuevo siglo asistió in situ al atentado terrorista de las Torres Gemelas de Nueva York, hecho que cambiaría el rumbo del mundo. Hablamos con él aprovechando su paso por Casa Mediterráneo dentro del ciclo “Periodistas y el Mediterráneo”, donde habló de sus experiencias y expuso su visión del periodismo actual.
—Estar en el momento justo en el lugar adecuado es el resultado de diferentes circunstancias, entre las que se cuenta el olfato de la noticia, la intuición y, a veces, la suerte. ¿Cómo viviste aquellos convulsos años de fin de siglo desde la primera línea de la noticia como corresponsal en los Balcanes y después de Ruanda, ambos conflictos civiles?
—Cuando me propusieron ir, me imaginé una bala entrando en cámara lenta en mi cabeza, pero también pensé que me gustaría aprender a contar una guerra y sobre todo, si era capaz de manejar mi propio miedo. No sabía mucho de la historia de los Balcanes, que es muy compleja, ni de balística ni de táctica militar, y pensé en ayudar al lector a ponerse en el lugar del otro. Me hacía otro tipo de preguntas al margen del número de víctimas o cambios de frente, más relacionadas con el día a día de la gente: si se enamora, si celebra cumpleaños, si va al teatro…y pensé que esas historias podían ayudar a los lectores a hacerse una idea de lo que era vivir en guerra. Y fue lo que hice.
Una de las cosas que más me fascinaron fue descubrir que los actores de Sarajevo decidieron que era más importante para el futuro de la ciudad y de ellos mismos como personas hacer teatro que ir a combatir al frente. Y ensayar para ellos suponía atravesar calles batidas por los francotiradores -varios fueron heridos o asesinados mientras iban a ensayar-, y cuando el público iba a ver una obra de teatro, se jugaban la vida en ello. Para mí contaba mucho ese espíritu por no convertirte en una alimaña, porque lo que ocurre en las guerras es que sale lo mejor y lo peor de una persona.
También descubrí que si manejas tu miedo, el escribir sobre lo que ves es una especie de protección psicológica que te impide paralizarte, dando un sentido al viaje.
—De ahí viajas a Ruanda, otra guerra civil. Los mismo horrores en distintos escenarios…
—Fui a Sarajevo tres veces durante el cerco, y pensaba que estaba vacunado contra el miedo, pero estaba equivocado. En aquella época estaba en la sección de internacional y me abrumaba que un periódico como «El País» diera tan poca información de África. Cuando empezaron a llegar noticias de Ruanda le dije a Jesús Ceberio, director entonces, que deberíamos ir allí. “Ruanda está muy lejos y cuando lleguemos habrá terminado”, me dijo. Pero pasaban los días y seguían llegando fotografías pavorosas, y entonces me embarqué en un avión y en dos días llegué a Kigali, donde me encontré con atrocidades a una escala tan tremenda que nadie te prepara para eso. Fue una experiencia brutal.
En estas ocasiones, el periodista tiene que intentar explicar lo que parece inexplicable y no recurrir a estereotipos. Explicar el contexto, la historia, en qué medida la colonización belga influyó dando el poder a los tutsis en detrimento de los hutus…Muchas veces los periodistas simplificamos historias complejas, y en el caso de África más, compuesta por 53 países, cada uno con su propia historia y no tienes tiempo ni espacio para poder explicarla, junto con la voluntad del periodista de contarla y del lector de informarse de verdad.
—En África estuviste hasta 1999 y de allí pasas a cubrir la información de Nueva York y la ONU para el diario ABC. Pasas de las zonas de guerra al lugar donde se supone que se solucionan los conflictos mundiales a nivel político.
—En un viaje con la Casa Real conocí a Catalina Luca de Tena, quien me hizo la oferta de ir como corresponsal a Nueva York para ABC. Mis amigos de El País me animaron a aceptar la propuesta, y tras una negociación infructuosa con Cebeiro –le pedí que apostara por África para quedarme-, me dijo que no eran Le Monde para tener una persona dedicada al continente. Entonces me fui a Nueva York y nunca me he arrepentido.
—Llegaste a Nueva York, un destino aparentemente tranquilo, pero a tiempo de ser testigo del ataque a las Torres Gemelas. ¿Qué hacías una mañana del 11 de septiembre de 2001?
—Mi madre me dijo: «Hijo, las guerras te persiguen»…Esa mañana habíamos llevado mi mujer y yo a nuestra hija a la escuela pública cerca de nuestra casa y estábamos tomando café en un Starbucks, cuando sonó el móvil. Era Pedro Rodríguez, corresponsal de ABC en Washington, que me dijo: “Se ha estrellado un avión contra las Torres Gemelas. Ponte las pilas”. Nuestra casa estaba en la calle 28, un edificio pequeño de cuya terraza se veía bien las torres y el Empire State, marchamos allí para que ella hiciera unas fotos y pensé en ir después al lugar para saber qué había pasado. Fui directamente a la azotea mientras ella fue a buscar la cámara a nuestro piso, y cuando estaba viendo cómo ardían una de las torres, estalló la segunda. Pensé tres tonterías: “Mi mujer se ha perdido la foto de su vida”, porque tardó un poco al estar bloqueada la escalera. La segunda fue “no mires en dirección al hongo, que el resplandor te puede quemar la vista”, tal como aconsejan en una guerra nuclear, ya que de la torre se desprendía un enorme hongo de polvo y fragmentos de vidrio. Y luego pensé la tercera, que por simpatía el fuego de una torres se había contagiado a la otra, lo que era imposible porque las torres están bastante separadas.
Tras hacer las fotos, fuimos en metro hasta la zona cero de hoy, salimos y oímos un estruendo tremendo, justo cuando se estaba desplomando la primera torre. Vimos muchísima gente corriendo hacia nosotros, llenos de polvo, con sangre, descalza…una imagen totalmente cinematográfica. Los que planearon los atentados sabían cómo actuar, cuando y dónde, utilizando aviones de pasajeros como armas. Les salió demasiado bien, ya que a esa hora todos los telediarios del mundo estaban emitiendo; las cámaras pudieron retransmitir en directo el impacto del segundo avión, así como el desplome de las torres a los 102 minutos. Una película de terror espantosa, inverosímil, como si la guerra hubiera llegado a Nueva York.
—En tu libro “El sueño americano. Cuaderno de viaje a la elección de Obama”, publicado en 2009, das cuenta del triunfo de Barack Obama. En el caso de escribir uno sobre Donald Trump, ¿qué título le pondrías?
—Cuando Obama fue elegido candidato en las primarias del partido Demócrata, tenía curiosidad por comprobar si EEUU estaba preparado para elegir a un afroamericano como su presidente. Para ello, propuse al periódico recorrer seis estados, viaje que acabé en Illinois, con Chicago como base electoral de Obama. Me di cuenta que, en efecto, Obama tenía todas las de ganar, pero despertó grandes expectativas que al final no se correspondieron con la realidad. Ha sido un presidente articulado, culto, decente, pero su legado es menos potente de lo que se esperaba y en comparación con el actual inquilino de la Casa Blanca, son como la noche y el día.
Respecto a Trump, uno de los aspectos más interesantes es que conectó con una buena parte de la sociedad americana desencantada de la política que se cuece en Washington, sintiéndose olvidados, con un recuerdo mítico de EEUU como superpotencia. Todo ello aderezado con un lenguaje basto y zafio que conectó bien con una parte de la población y de hecho sigue conectando, pues las encuestas apuntan que los que votaron a Trump están contentos con su gestión.
Ello nos dice que la política está cambiando, que la influencia de los medios tradicionales está a la baja y que hay una sensación de desconfianza del propio sistema democrático liberal para responder a las necesidades de la gente, lo que ha propiciado que estén surgiendo soluciones políticas simplistas a problemas complejos. Esto explica cosas como el Brexit o que haya partidos en Europa con un discurso de tintes xenófobos o totalitarios, y que mucha gente apoye estas posturas como medida de protección en su propia patria, ignorando un mundo mucho más complejo. Son realidades que los medios no hemos sabido contar.
—Precisamente, la nueva era en la que estamos inmersos con las nuevas tecnologías y sus plataformas de difusión de información, ganándole inmediatez a los medios tradicionales, ha generado un caldo de cultivo de noticias falsas y posverdades que confunden al ciudadano. ¿Qué opinas de esta nueva era?
—El móvil e internet nos ha cambiado la vida y estamos en la infancia de una nueva era. Internet es un calco del mundo donde está todo, lo bueno y lo malo, y se multiplica de forma exponencial; ello está cambiando nuestra forma de ver la realidad y ha afectado a los medios de comunicación.
Por una parte, la difusión es inmediata sin aparentemente coste y los medios impresos han optado por regalar la información en internet, con lo que se han pegado un tiro en el pie y ahora están en situación precaria. Se han dado cuenta de que tienen que cobrar por la información, ya que si la regalas estás diciendo que no vale, y lo que no se paga no se aprecia.
Por otra parte, permite que se mezclen de forma explosiva verdades con mentiras, opiniones con hechos, por lo que hay que volver a alfabetizarnos y también a los niños enseñarles cómo descifrar la información y descubrir si es cierta o no. Las grandes potencias como China y Rusia están utilizando Internet para seguir agendas políticas, económicas y diplomáticas muy interesadas y hay auténticas granjas de investigación de noticias falsas, que tienen un aspecto tan fascinante que parecen verdad.
Informarse cuesta, y los ciudadanos deben darse cuenta de ello, del esfuerzo que deben hacer para hacerlo bien. La realidad es muy compleja y eso lleva tiempo, y si un político da soluciones fantasiosas, mucha gente compra esa mercancía aunque sea falsa. El caso catalán es paradigmático: quimeras puestas en circulación de forma hábil han calado de forma profunda, con una política basada en los sentimientos, algo muy emocional difícil de contrarrestrar con argumentos.
—Una tarea pendiente la de enseñar a diferenciar el grano de la paja. Precisamente, tras tu experiencia como corresponsal, en 2006 vuelves a Madrid y te haces cargo del máster en periodismo de ABC y la Universidad complutense de Madrid hasta 2012. ¿Cómo viviste esta etapa de formar a los nuevos periodistas?
—Mi función era la de buscar los mejores profesores y así lo hice. En España tenemos un problema de base, y es la necesidad de poner de nuevo al maestro en el eje de la sociedad, darle el prestigio que merece. Hay que buscar buenos maestros, con vocación, bien pagados y que se les exija resultados. Es fundamental convertir la educación es algo fundamental que permanezca a lo largo del tiempo al margen del cambio político en el gobierno.
Hay un desentendimiento entre las universidades, los estudios y las necesidades de una sociedad que está cambiando. Ello pasa por volver a recuperar el prestigio de la filosofía y la lectura, de la palabra como elemento fundamental de la formación humanística del hombre, pues hay que dar herramientas a los niños para que aprendan a defenderse y no sean fáciles de manipular. Ahora prima la formación de alumnos más dúctiles, que sepan manejar herramientas informáticas, lo que es bueno, pero hay demasiada exposición a las pantallas y creo que la calidad del pensamiento y del lenguaje deja mucho que desear.
—¿Qué opinas del debate actual sobre el prestigio de la formación pos universitaria tras los escándalos de la Juan Carlos I?
—En España tenemos una universidad que está muy anquilosada con catedráticos que nadie supervisa, con planes de estudios viejos, un problema que viene de la base de la educación. Es muy triste que estos políticos hayan recurrido a estas triquiñuelas, aunque digan que no actuaron de mala fe, pero recibieron trato de favor respecto a otros alumnos y lo aceptaron. Hacen un flaco favor a sí mismos y a la propia educación porque quien sale perjudicada es la imagen de la universidad y de la clase política.
—Desde el año pasado estás al frente de la delegación de Reporteros sin Fronteras en España. Los datos que denunciáis son escalofriantes: 1.000 periodistas muertos en los últimos 15 años…Malos tiempos para la profesión y la libertad de expresión.
—La precarización de la profesión ha hecho que los grandes medios dejen de enviar a periodistas a cubrir conflictos, como el caso de Siria, donde son carne de cañón para el ISIS, pues los secuestran, torturan y comercializan con ellos. Los medios han dejado de gastar dinero en cubrir el mundo y enviar a periodistas a la guerra, cubriendo la información a través de free lances que a veces ni ganan para los gastos del viaje. En RSF nos preocupa esta situación, donde la precariedad está laminando la libertad de expresión, pues periodistas mal pagados son más vulnerables a todo tipo de presiones. Por ejemplo, en países como México ser periodista e informar de asuntos como el narcotráfico significa pintarte una diana en el pecho y es admirable el trabajo que hacen allí.
—“Por carreteras secundarias”, tu último libro, nos adentra en la España más desconocida. En las diferentes rutas que trazas, incluyes las comarcas del interior de Cataluña. ¿Cómo percibes allí “el procés catalán”?
—Desde la Generalitat se ha mentido de forma sistemática, pero mucha gente ha comprado esta quimera de gran solución que es la república de Cataluña, dejando de lado a una buena parte de la población, y cuando viajas por la región te das cuenta de ello, sobre todo en la parte más rural donde se cuenta el mayor apoyo a esta gran fantasía. De mi viaje, recuerdo a Bovan Minic, un periodista bosnio que trabajó en Radio Sarajevo durante el cerco, retransmitiendo los acontecimientos. Consiguió que su familia fuera evacuada a Gerona, donde fueron acogidos y donde se trasladó una vez acabada la guerra.
Él me contó que cuando se empezó a hablar de que las tensiones en aumento entre los nacionalistas serbios, croatas y bosnios podían llegar a las manos, a mucha gente le parecía imposible, y al final ocurrió. Ahora que vive en Gerona, donde el separatismo es muy latente, cuando le entrevisté me dijo: “Estoy sintiendo cosas parecidas a las que viví en Sarajevo cuando hablo con mis vecinos”. Si bien es cierto de que la historia es distinta y nunca se repite, si se alimenta esta especie de odio al otro…él veía esta situación con mucha inquietud.
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