Una publicación de la Asociación de Periodistas de la Provincia de Alicante

Al paso

Hay más perros (¿demasiados?) que niños (cada día menos)

Fuente: Pixabay.

Mi perra, de niño, se llamaba Diana. Vivió muchos años y vivió bien. Era libre en el campo, en la era, en el patio y en el corral adjunto, patio y corral que tenían casi todas las casas de Ledaña, precioso pueblo en La Manchuela conquense, partido judicial de Motilla del Palancar. Al corral daba la cuadra, donde comían las mulas, y también la gorrinera donde  engordaban los dos cochinos que cada año se cebaban hasta la época de la matanza. Encima de la gorrinera estaba el gallinero que sólo usaban las gallinas para dormir y para poner los huevos. El día lo pasaban buscando comida por el amplio corral. También había unas conejeras y un diminuto palomar en el límite entre patio y corral.

Casi todos los habitantes de la casa, hombres, mujeres y animales teníamos nombres. Desde luego, los cerdos no y es que aquellos cerdos no eran tan importantes como los de la novela de George Orwell Rebelión en la granja. Nos llevábamos bien todos y, desde luego, la relación más amistosa, casi familiar, era con Diana. Creo que de ahí viene mi amor por los animales y que, ahora que voy a escribir de animales de compañía en las ciudades, es decir, de las mascotas, no pueda dejar de lamentar que los perros mascota carezcan, en general, de la libertad que sus antepasados disfrutaban y gozan en los pueblos de la España rural que todavía no han puesto puertas al campo.

Me apetecía, hace tiempo, hablar de las mascotas, abrumado como estoy de leer en periódicos de papel y digitales y de oír en emisoras de radio y en televisiones, que en casi todas las grandes ciudades de casi todo el mundo ya son más las mascotas que los niños. En las casas y en las calles. Casi lo puedo confirmar porque no paro de ver perros y más perros de todas las razas, de todos los tamaños y de casi todos los colores, con predominio de los blancos y pequeños. Mis paseos son mañaneros y verpertinos, sin horas fijas. Me paseo a mí mismo y en eso me distingo de muchos paseantes cargados de años como yo, casi todos ellos (acaso todos) con bolsitas para la recogida de la caca mascotil y, cada vez más, con una botella de agua que derraman sobre el pis recién expulsado por sus mascotas.

No he podido sorprender nunca a dueño o dueña de mascota dejando sin recoger la caca de su mascota, pero los hay. Varío de calles en mis paseos capitalinos que abarcan la amplísima zona comprendida entre el barrio de Benalúa y la Rambla, aledaños de Renfe, Óscar Esplá, Plaza de Séneca (ya sin ‘Autobusos’), Italia, Doctor Gadea, San Fernando, Explanada, Plaza de Gabriel Miró, Rafael Terol, Navas, Calvo Sotelo, Montañeta, Álvarez Sereix, Alfonso el Sabio, Luceros, General Marvá, San Juan  Bosco, Salamanca y Maisonnave. En casi todas, alguna vez, encontré, y encuentro, la huella escatológica, poco cívica, de una mascota con dueño o dueña que deja en mal lugar al colectivo amigo de los animales.

No tengo más remedio que meditar un poco sobre lo que hay detrás de los animales de compañía. Y sobre la compañía sin animales. Y sobre los acompañados sin compañía familiar. Algunos dicen que envejecer es malo. Peor es no envejecer. Los ancianos de hoy se despiden de la vida, en gran parte, rodeados de otros ancianos en residencias de todos los colores y de todas las comodidades, o de todas las incomodidades; con lujo (muy poquitas) o con deficiencias varias y peores comidas.

Fuente: Freepik.

Hace tiempo que muchos mayores pasan los últimos años de sus vidas en residencias y muchos de ellos repletos de soledad y tristeza tras una vida larga de servicios a su familia, algunos de cuyos miembros, por las razones o sinrazones que sea, no quieren a los abuelos en casa poniendo mil excusas. Prefiero a los abuelos que viven con mascotas a los que se ven obligados a vivir en residencias con desconocidos que lo siguen siendo pese a vivir juntos.

Cada vez hay menos niños españoles ‘viejos’ en España. Llegará un día en que serán una minoría frente a los ‘nuevos’ españoles, hijos de nuestros inmigrantes hispanoamericanos y africanos (nada que objetar). Ya ocurrió en el pasado con la llegada de romanos, cartagineses, godos, visigodos y árabes, éstos hasta levantaron el gran Califato de Córdoba durante siglos. Muchas parejas españolas de hoy no pueden o no quieren tener niños, pero muchísimas de ellas tienen cánidos; algunas se dejan ver paseando con dos, tres y hasta cuatro perritos monísimos. No tienen dinero para hijos pero lo tienen para mascotas. ¿Cómo será la España de dentro de 50 años? ¿Y Europa? No me extrañaría que hubiera más perros que niños y que nuestros tataranietos digan que cualquier tiempo pasado fue peor. Sigamos adoptando perros y abortando niños hacia una España y una Europa ‘Unas, Grandes y Libres’.

Me gustan los niños; me encantan los perros. Tengo seis hijos y siete nietos. Doy limosna a los inmigrantes negros y blancos que piden y a los que me gustaría enseñar oficios y dar trabajo; colaboro con Cáritas y otras oenegés, nacionales e internacionales, mientras maldigo de todos los Gobiernos que se olvidan de los pueblos rurales del mundo entero y que, en lugar de crear las condiciones para que las mujeres no tengan que abortar y los ancianos no tengan que vivir sus últimos años en residencias, lejos de sus familias, promueven políticas de extermino humano. Menos mal que legislan en defensa de los animales. Esto a mí me gusta. ¿Por qué no legislan para que haya más niños y más ancianos y para que puedan vivir juntos niños y abuelos hasta que éstos se mueran y se mueran en casa, a la vista y al cariño de hijos y nietos y no en una fría habitación de residencia, de hospital o de piso solitario?

Se me antoja triste que los abuelos, algunos abuelos, tengan que acostumbrarse a vivir sus últimos años con sólo la compañía del perro para combatir la soledad y, lo peor de todo, la falta de amor. Está claro: sobran políticos; faltan niños y perros.

Posdata: el rey, un «can Cerbero» de la Constitución

Ahora, un cancerbero es, casi exclusivamente, un portero de fútbol. Sólo una minoría, creo yo y ojalá esté equivocado, sabe que esa palabreja generalizada en el mundo del deporte proviene de la mitología griega. Se daba el nombre de can Cerbero a un perro de tres cabezas y cola de serpiente que vigilaba la puerta de paso del mundo de los vivos al de los muertos. El que vigila la portería de su equipo en un campo de fútbol se ha convertido, por el ingenio de algún cronista que tuvo éxito, en can-Cerbero responsabilizado de que el balón no entre entre los palos que sustentan una red que sólo ellos deben besar y, a ser posible, nunca la pelota.

Alguien, hace poco, ha dicho que la Constitución es para el Rey Felipe VI y para la familia real como la portería de España. Y que Su Majestad debe seguir siendo el gran guardameta o cancerbero que, tras varios años bombardeado a balonazos por sus propios jugadores del Gobierno Frankenstein, consiga mantener la Constitución a cero, cosa harto difícil. Teóricamente, el equipo formado por Sánchez y socios y aliados de su Gobierno debería defender la portería constitucional y así lo pregona el guaperas de Pedro, pero la realidad es que a Felipe VI le faltan brazos y piernas para evitar los autogoles. Si mantiene la portería constitucional a cero, un buen día tendremos que pasear a hombros a Felipe VI, el gran can Cerbero.

Ramón Gómez Carrión

Periodista.

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