La política no está solo en las grandes decisiones, a veces la buena política, también la necesaria, la que cuida de los ciudadanos, circula por carreteras secundarias, esas que casi nunca están bajo los focos de los grandes debates públicos, pero que tienen una incidencia muy relevante en la salud emocional de las gentes, en las propias comunidades. Una de esas carreteras secundarias es la legislación sobre las salas de juego, sobre las facilidades que se les da a las herederas de las viejas tragaperras, sobre la facilidad o dificultad que ponemos a sus reclamos y al oscuro negocio que, generalmente, las rodea.
Recuerdo de joven, casi adolescente, haber leído en una edición de bolsillo la pequeña novela de Fiódor Dostoyevski El jugador y cómo aquella juvenil lectura me adentró en un mundo entonces para mí absolutamente desconocido, trepidante, cómo a través de aquellas historias cruzadas de amor, poder y el azar de los naipes del casino, el mundo podía emerger victorioso y, horas después, podía hundirse en una ciénaga, aquella infernal montaña rusa tan propia de los juegos de azar al por mayor.
Luego, con el paso de los años, supe que, en cierta medida, la novela tenía tintes autobiográficos de una cierta adicción al juego que sufría el propio autor, pero también es cierto que aquel viaje me ha posibilitado un acercamiento crítico desde entonces a ese mundo oscuro del juego; o, mejor, a ese submundo que hay detrás del juego que va más allá del mero ocio y que se adentra en un peligroso cruce de caminos que lleva demasiadas veces directamente a la autodestrucción. Debe ser esta, y eso lo pienso ahora, la capacidad que tiene la buena literatura de suturar futuras posibles heridas, de sanar conciencias.

Viniendo al presente, si miramos por el retrovisor de nuestro propio pasado cercano vemos cómo no hace tanto, las máquinas tragaperras estaban presentes en casi todos los baretos de nuestras vidas, y podemos observar también cómo ocupaban sitios de privilegio en los lugares de ocio, incluidos aquellos donde regularmente acudían niños y adolescentes. Y cómo todo aquello y durante largo tiempo lo vimos como algo natural, que formaba parte de ese paisaje al que nos habíamos acostumbrado a transitar tras la larga noche de la dictadura, y todo como si fuese un destino contra el que nada podíamos hacer.
Nada nos hacía pensar entonces que todas aquellas musiquitas, aquellos inocentes artefactos de vivos colores, sus llamativos y repetitivos tonos que nos reclamaban a su presencia mientras tomábamos tranquilamente un café, una cerveza, un refresco, eran en realidad una trampa. Pero también afortunadamente, con el tiempo descubrimos la añagaza, y pudimos ver también cómo toda aquella realidad fue afortunadamente desterrada de esos espacios, más que nada porque aquella rueda de la fortuna acababa casi siempre golpeando en los más vulnerables, acababa destrozando vidas con la promesa de una azarosa suerte que siempre era de otros. Así, todos hemos conocido u oído historias y pequeñas tragedias familiares que se enroscaron alrededor de aquellas aparentemente inofensivas y coloristas máquinas de azar que resultaron ser diabólicas.
Por eso cuesta tanto de creer que justo ahora, cuando ya creíamos haber dejado atrás aquel paisaje, aquella antigualla de la falsa fortuna, una de las primeras medidas que algunos de los nuevos gobiernos de PP-Vox allí donde han sumado, esté siendo precisamente una vuelta a ese negro pasado. Una vuelta, a esas luces de colores, a esas musiquitas acarameladas, un regreso al tránsito por algunas de esas carretera secundarias que hay tras esa cierta liberalización del sector que supone poner y acercar las oscurantistas salas de juego de hoy y sus peligrosos reclamos de luces y música, de futuro sin trabajo, a nuestras vidas. Porque eso y no otra cosa son las medidas anunciadas de relajar las normas, de permitir que el juego vuelva a campar a sus anchas, el abrir de nuevo las puertas a que nuevas salas juego se instalen entre nosotros con menor control y menor regulación.

En esa tarea se han embarcado con especial encono y empeño los nuevos dirigentes de la Generalitat Valenciana que acaban de tomar medidas doblemente graves y lesivas para la lucha contra las adicciones y contra la protección de los menores y adolescentes. Aprovechando la tramitación de los presupuestos y sus famosas leyes de acompañamiento, esa gatera por donde tantas veces se suelen colar las más desvergonzantes decisiones de los gobiernos de turno, han tomado dos graves decisiones.
Una, la primera, es dar por caducada la moratoria de cinco años aprobada por el anterior gobierno del Botànic, y que impedía aumentar el número ya muy elevado de estas instalaciones y abrir el grifo a nuevas licencias de salones de juegos en la tercera comunidad con más salas de este tipo de toda España, 499 a fecha de 2021, solo por detrás de Andalucía (968) y Madrid (520) y un escalón por encima de la cuarta en este desgraciado ranking que ocupaba en aquella fecha la región de Murcia con 365 salas abiertas ¡en una comunidad uniprovincial!
La segunda medida es, si cabe, aún más indecente y de peor jaez: abrir la puerta a poder renovar las licencias de las existentes en los entornos cercanos a colegios, institutos, centros de salud, centros sociales, etc., de toda la comunidad, todas ellas salas que incumplen la actual normativa que impide su apertura e implantación a menos de 850 metros de estos centros. Y todo con el estrafalario y cínico argumento de los siempre recurrentes puestos de trabajo. ¿Por qué no legalizar también el tráfico de drogas duras, el tráfico de personas, el tráfico de órganos… pues al fin y al cabo estos “sectores” también darían puestos de trabajo?
A veces, lo señalamos al principio, es preciso atender y poner la lupa en estas pequeñas decisiones que circulan lejos de los focos para conocer cuáles son las preocupaciones reales, cuáles las prioridades de nuestros gobernantes, y cuál su desgraciada visión del mundo y de las gentes para las que gobiernan. Parece claro que en el caso de la Comunidad Valencia —también en otros, no somos tan raros— la salud mental de su población, las adicciones de la juventud, no figuran en lugar relevante de sus mentes y preocupaciones. Ellos, parece evidente, han optado claramente por no releer a Dostoyevski. Prefieren reabrir el casino y gritar, alto y fuerte, el viejo ¡Hagan juego, señores!
Una duda después de leer y pensar: tal vez el Consell PP-Vox mantiene prohibida la entrada a los salones de juego a los menores de edad… Detalle silenciado o es porque este nuevo Consell diabólico permite ahora ya el acceso a los menores de edad y adolescentes… Ignoro la respuesta pues jamás me acerqué a estos lugares de juego ni deposité una peseta ni un euro en una tragaperras…
Porque siempre existe motivo para rechazar y criticar a tu oponente mental desde el sectarismo subjetivo, yo en mi elección libre, sin vehemencia, lanzo a los cuatro vientos:
«Viva la libertad, carajo»
«Viva la libertad, carajo»…
Gracias por azuzar mi imaginación…
Pedro J Bernabeu